miércoles, 25 de septiembre de 2019

Corea del Centro y el efecto Monty Python


     Sucedió en el mes de julio 2019, pero dos meses después pasó a ser un hecho olvidado. El Banco Central de la República Argentina compró 800 millones de dólares para evitar que bajara el dólar (link a nota del diario Clarín)
     Pocos días después, el mismo banco debió vender cantidades mucho mayores de dólares para contener el derrumbe del peso.
     Es natural que los economistas kirchneristas-peronistas que opinan en TV no mencionen que el peso presionaba a la suba en julio, y que expliquen el derrumbe posterior por los mismos factores que ya estaban presentes en julio. En el medio, justo en el día que cambió de tendencia, se produjo la victoria de su partido en las elecciones primarias (PASO). Quitar relevancia económica a ese hecho ha sido una tarea difícil que los economistas peronistas han asumido. Lo extraño es que cuentan con la ayuda inestimable de los economistas liberales y libertarios que también frecuentan los canales de televisión.
     Usaré los términos liberal y libertario sin mayor precisión ya que explicar sus diferencias demandaría un artículo aparte (alguien definió a los libertarios como zurdos que aprendieron economía). Más allá de la ironía, y fuera de algunas excepciones entre las que se destaca Martín Tetaz, los economistas con acceso a los medios masivos adjudican los problemas que enfrenta Argentina a los factores que ya existían antes de la victoria de Alberto y Cristina Fernández. La acumulación de deuda interna (Leliqs y otros bonos), la enorme deuda externa, las altas tasas de interés (que siempre mencionan en términos nominales), y la caída de la producción, son sus temas favoritos, al que añaden un rubro convenientemente indefinido al que denominan “los gastos de la política”.
     Lo que juntos, kirchneristas y libertarios, omiten explicar es cómo, si todo eso ya era conocido antes de las elecciones, el peso, las acciones y los bonos cayeron justo luego de ellas. Ahora bien, el efecto de las PASO había sido previsto mejor que nadie por un conocido economista que no cuenta con acceso fluido a los medios masivos.
     Días antes de las elecciones Domingo Cavallo había escrito en su blog que si las PASO daban la victoria a los Fernández se iba a producir un descalabro económico y que -aquí está la clave- no podía descartarse que el público culpara al gobierno de Mauricio Macri por ese derrumbe (link).
     Es entendible que los votantes que eligieron dar el poder a quienes ya lo ejercieron por 12 años se engañaran a sí mismos y quitaran toda responsabilidad a su voto en la general depreciación que comenzó luego de que se conoció el resultado de las PASO. Es incluso entendible que intenten apuntalar ese engaño los economistas que apoyan al bando victorioso. Lo intrigante es que lo hagan los economistas liberales y libertarios que -como nunca antes- frecuentan la televisión y la radio.
     Creo que hay tres factores. Uno obvio, que es el deseo de no enfadar al 47 % que votó por los Fernández, ya que -después de todo- es parte de su audiencia. En segundo lugar, está el deseo de mostrarse imparciales, ciudadanos de Corea del Centro, y si son liberales, enfatizar su crítica al gobierno de Macri. En tercer lugar hay un factor que denominaré el “efecto Monty Python”.

No enfadar a la audiencia. El cliente siempre tiene razón
     No es fácil decirle a buena parte de la audiencia que es culpable de la debacle que ocurrió luego de la elección. Mejor concentrar el foco en otros hechos, que también tienen valor explicativo, pero que es absurdo pretender que bruscamente se hicieran presentes el día de la victoria del binomio Fernández. El cuidado extremo en no decir nada que pueda desagradarle al público se observa incluso en los temas que los liberales y libertarios mediáticos eligen analizar. Prefieren golpear a los gastos suntuarios que hacen candidatos, legisladores, etc. Roberto Cachanosky ha mostrado este exceso en ya célebres apariciones en TV. Es un castigo justo a quienes debieran dar el ejemplo, pero que obviamente se refiere a una gota de agua si se los compara con los gastos en subsidios energéticos, al transporte, empleo público desbordado, planes sociales, y jubilaciones sin aportes, todos temas más espinosos que pueden despertar alguna incomodidad en parte de la audiencia. Las tasas de interés son otro de los temas favoritos que los liberales comparten con los economistas intervencionistas, y para mayor efecto las mencionan siempre en términos nominales.
     Cuando no es posible limitarse a los asados de los candidatos o a los gastos de los senadores, los economistas mediáticos eligen términos ambivalentes como los “gastos de la política”. Siempre dejan la duda de si allí también incluyen, no sólo a lo que cobra cada político, sino al aparato clientelar miles de veces más oneroso, conformado por planes, nombramientos innecesarios en el Estado, subsidios, etc. Mientras la izquierda grita “que la crisis la paguen los ricos”, los libertarios compiten en ridiculez y declaman “que la crisis la paguen los políticos”.

Corea del Centro
     Es correcto no deformar el análisis para favorecer un bando. Otra cosa es deformarlo por temor a ser acusado de parcial. Es decir, concentrar la crítica en el lado con el que podría sospecharse alguna afinidad, como modo de ganar el codiciado pasaporte de Corea del Centro.
     Se ha llamado “Corea del Centro” a esa postura que intenta (o pretende) una equidistancia entre bandos opuestos. Eso puede muy fácilmente convertirse en una excusa para la falta de equilibrio. Doy un ejemplo burdo: critiqué en una nota a un historiador que intentó justificar el Gulag Soviético alegando que fue un acto de defensa del proletariado (link). En privado, un allegado me respondió que para ser justo, también debería criticar las injusticias que comete un país capitalista como Arabia Saudita. Fuera de que ese país no es un ejemplo de capitalismo, la objeción es desencaminada ¿Quién diría que un libro sobre el Holocausto es parcial pues no menciona crímenes cometidos en otros lugares? Bueno, quizá exista gente que lo exija.
     En discusiones acerca de la dictadura de Maduro en Venezuela, siempre hay un reclamo para que -en aras de la imparcialidad- se reconozca que la oposición también ha cometido errores. Como si entre los errores y los horrores hubiera equivalencia.
     Un problema que tiene la búsqueda poco cuidadosa de un pasaporte de Corea del Centro es que tiende a instalar el “todo es igual, nada es mejor”. Afirmar que todos los políticos son iguales es una forma bastante efectiva de esconder en el montón a los peores.
     Todos los días se ve el lamentable espectáculo de economistas peronistas y libertarios unidos en el esfuerzo descomunal de quitar relevancia al resultado de las PASO, o mejor dicho, no dar peso en su explicación al temor que allí nació de un regreso al poder de casi todos los que gobernaron Argentina durante doce años. Silenciar ese dato y machacar con circunstancias que ya operaban antes de las PASO es deformar el análisis. No debería ser confundido con la imparcialidad.

El efecto Monty Python
     Hay una escena en la película La Vida de Brian que debe gran parte de su efecto humorístico al hecho de que nos recuerda cosas ridículas que hemos visto en la realidad. La historia se desarrolla en la antigua Galilea, donde varios grupos de judíos luchan contra la dominación romana. Sin embargo, se detestan todavía más entre ellos por ser competidores en la misma causa.

     La lucha enconada entre pequeños partidos de izquierda es la primera imagen que se le aparece a uno. El propio Marx dedicó páginas y páginas a pelearse con otros socialistas, llegando al ataque personal. Creo que muchos libertarios mediáticos sufren del mismo mal.
     El Presidente Macri y su equipo, con todos sus errores, está más cerca de una política liberal que el kirchnerismo. Los nuevos aliados del Kirchnerismo como Pino Solanas o Victoria Donda. refuerzan todavía más la distancia de esa fuerza con algo que pueda parecerse a ideas liberales. El PRO está ideológicamente mucho más cerca del liberalismo. Empero, no ha seguido un derrotero muy claro en tal sentido, en parte porque no tiene mayoría parlamentaria, en parte por presión de sus aliados, y quizá en parte por falta de convicción. Que Cristina Kirchner o el propio Alberto Fernández no inspiren esperanzas entre los libertarios los coloca -paradójicamente- en una mejor situación ante ellos que la de Macri y sus aliados. Ideológicamente los Fernández son un caso perdido y quizá se piense que ni vale ocuparse mucho de ellos (garrafal error, por supuesto).
     No es raro ver en los libertarios que desfilan por TV una sonrisa de satisfecha superioridad cuando enumeran las dificultades y errores de Cambiemos. Una actitud que jamás va uno a encontrar en un economista como Domingo Cavallo, que desde afuera del gobierno, demonizado, y con poco acceso a los medios siempre ha tratado de aportar ideas de forma constructiva; jamás se ha regodeado con los tumbos y caídas de la coalición gobernante.
     Los que sucumben al efecto Monty Python se vuelven parciales del modo más ridículo. Igual que en la película, están tan furiosos con el gobierno que no les queda mucho tiempo para ocuparse de los romanos, digo, de los Fernández.

¿Qué ha hecho Cambiemos por nosotros?
     Quitó la protección que tenían sindicalistas corruptos. Bien -dirá un opinador libertario- pero aparte de quitar esa protección ¿Qué ha hecho Cambiemos por nosotros? Corrigió el rumbo de la política exterior argentina. Oh eso, pero aparte de levantar la protección a sindicalistas y enderezar la política exterior ¿Qué hizo Cambiemos por nosotros?
     Combatió el narcotráfico en lugar de financiarse en él. Y recuperó en parte las atrasadas tarífas energéticas. Y mejoró los ferrocarriles, incluyendo el de cargas. Sí, sí, pero fuera de levantar la protección a sindicalistas, enderezar la política exterior, combatir el narcotráfico, actualizar en parte las tarifas, y emprenderla con los ferrocarriles ¿Qué ha hecho Cambiemos por nosotros?
     En la película es gracioso. En la vida real es lastimoso.





miércoles, 11 de septiembre de 2019

Roberto Gargarella, el derecho a luchar contra el derecho


     Muchos deben recordar los desmanes ocurridos en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires en el año 2004. Se debatía la reforma del Código de Convivencia, que entre otras cosas prohibía el ejercicio de la prostitución en la cercanía de escuelas e iglesias. La medida propuesta despertó la furia de prostitutas y travestis que, con el apoyo de grupos de izquierda y vendedores ambulantes atacó con palos y piedras la Legislatura, incendió parte del edificio y destrozó el automóvil de uno de los legisladores (Links a notas sobre los sucesos en La Nación, en Clarín)
     La televisión mostró una escena grotesca. Un grupo de fornidos travestis derribó un poste de alumbrado y lo usó como ariete para romper una de las puertas de acceso a la Legislatura mientras desde adentro se defendían con chorros de agua. También hubo cortes de calles en otros puntos de la ciudad. La policía arrestó a 24 personas, de las que quedaron detenidas 15. De inmediato hubo pronunciamientos para reclamar su libertad, con actuación de músicos, Madres de Plaza de Mayo, una autodenominada Universidad Trashumante, el CELS, y el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires Roberto Gargarella.
     El diario Página 12 cubrió el panel de los críticos a la actuación judicial (link). Transcribo de la nota:
Otro de los panelistas del día, el profesor Roberto Gargarella, se refirió al rol de la Justicia. “Tiene muchas posibilidades de respuesta frente al conflicto social: puede mediar, conciliar, preguntarle al poder político por el modo en que ha abandonado la protección de ciertos derechos. La opción penal es la última, pero en la Argentina los jueces han dado una respuesta patoteril.”
     No creo que sea posible encontrar otro país del mundo en que un profesor de derecho se escandalice por que se lleve a juicio a quienes prenden fuego a una legislatura. Sin embargo, el profesor Gargarella pasa habitualmente por un académico razonable, ajeno a los extremos de -por ejemplo- el profesor Eugenio Zaffaroni. Creo que es una percepción errónea. Las consecuencias de las teorías zaffaronianas se hacen más evidentes por su exposición pública, pero ya estaban claras en sus libros. El profesor Gargarella no ha tenido esa notoriedad, pero casos como el de la Legislatura permiten hacer una evaluación más realista de sus teorías. Con estilos diferentes, uno en el Derecho Penal y el otro en el Constitucional, ambos académicos critican duramente las leyes que cada uno se encarga de enseñar. Eso es entendible, aunque quizá no es del todo sano que los futuros abogados y jueces aprendan a desdeñar el sistema jurídico que habrán de aplicar.
     Pero más allá de eso, lo insólito es que Zaffaroni añade a esa crítica el deber de los jueces de “contener” la aplicación efectiva de leyes que él considera inútiles e injustas. De modo similar, Gargarella complementa su rechazo del sistema capitalista con una exhortación a los jueces a defender a quienes lo combaten en las calles. Ambos luchan contra el sistema desde adentro del sistema, lo que es bastante más cómodo que cortar calles y quizá más efectivo. En todo caso, una cosa complementa a la otra.
     El caso de la Legislatura muestra ese desprecio altanero por la ley, no sólo en los manifestantes, sino en la crítica del académico a la actuación de la justicia. Después de todo, los detenidos no fueron secuestrados, fueron llevados ante la jueza competente, tenían sus abogados defensores, y su caso fue elevado a juicio. Según la reseña del diario fueron imputados de los delitos de coacción agravada y privación ilegítima de la libertad -esto último porque, según creo recordar, tuvieron secuestrado por un corto tiempo a uno de los legisladores. No es el caso de la lucha de un pueblo como el venezolano por recuperar su libertad. Fue un ataque salvaje ante una limitación enteramente razonable al ejercicio de la prostitución y la venta callejera, normales en todo el mundo. Y lo hicieron cuando el cuerpo democráticamente elegido estaba discutiendo un proyecto.
     Pero no, el profesor Gargarella sostiene que la jueza competente tuvo una actitud patoteril, injusto adjetivo que -de ser cierto conforme la versión del diario Página 12-, desmiente el carácter moderado y racional que se atribuye al catedrático. Según el diario, argumentó que había muchas posibilidades ante el “conflicto social” (nuevo nombre del delito), tales como mediar, o preguntarle al poder político por el modo en que ha abandonado la protección de ciertos derechos.
     La jueza competente no podía hacer eso.
     A pesar de la errónea impresión que puede quedar tras el paso por la Facultad de Derecho, los jueces no están habilitados para desobedecer la ley. La jueza interviniente no podía decir, no me gusta aplicar el Código Penal y acabo de leer un artículo académico muy interesante que me convence que es mejor interrogar al poder político. Es elemental que un juez no puede mediar en una causa por coacción agravada y privación ilegal de la libertad. El Derecho no es tan absurdo y por eso prevé que un juez que deja de aplicar deliberadamente la ley comete a su vez un delito que se llama prevaricato.

La protesta social: el caso Maldonado, Milagro Sala, los escraches
     En un reportaje reciente (link al video en YouTube) Gargarella afirmó que la protesta social ha sido un instrumento extra-institucional para frenar las políticas de Macri, quien en su opinión tiene una concepción antigua del crecimiento económico.
     Se sumó al coro de críticos por la acción del gobierno en el caso Maldonado. En una entrevista televisiva (link al video en YouTube) Gargarella sostuvo que con independencia del resultado de la investigación que todavía estaba en curso (!) el caso Maldonado era comparable al del asesinato de Mariano Ferreyra por parte de una patota sindical. Afirmó que había responsabilidad estatal por no haber adiestrado correctamente a la gendarmería, pero no creyó necesario precisar qué parte de esa supuesta falta de adiestramiento tenía algo que ver con la muerte de Maldonado. Dijo que la ministra Bullrich debía asumir responsabilidad por lo ocurrido (con independencia de qué fuera lo ocurrido).
     Uno puede fácilmente creer que es razonable compartir los conceptos del profesor Gargarella cuando los formula en forma abstracta y ambivalente, pero cae en la cuenta de su sentido real cuando comprueba que se refiere al caso Maldonado como un intento del gobierno de “silenciar grupos críticos”. Traducido al español: Grupos críticos son personas cortando una ruta. Silenciarlos significa, impedir que lo hagan.
     Sobre el juzgamiento de Milagro Sala, Gargarella admitió que cometió delitos, pero a la vez criticó su detención. En su opinión, la Corte rechazó que Sala tuviera fueros por ser parlamentaria del Parlasur por “un cálculo político” (nota del 6/12/2017 en su blog).
     Algo que sí distingue al profesor Gargarella del profesor Zaffaroni es que el segundo ha escrito manuales y tratados generales sobre su especialidad. Gargarella en cambio ha centrado su interés en un tema bastante exótico, como es el de la justificación que daría la Constitución para violar la ley. En su libro El derecho a la Protesta. El primer derecho Gargarella criticó a su colega constitucionalista Gregorio Badeni, quien había escrito un artículo contra los escraches. Creo que no se necesita un posgrado en Derecho para entender que los escraches son una práctica deleznable. Pues no, Gargarella escribe que sostener que el derecho a protestar termina cuando se ataca el de otra persona es un argumento vacío (ver ps. 65-67).
     En su crítica a Badeni, y de modo no especificado al “discurso jurídico”, Gargarella los acusa de traicionar los derechos que se supone deberían defender (¿el derecho a escrachar?) cuando ellos colisionan con el bien común, el bienestar general, o nociones afines. Por mi parte creo que Badeni tiene razón y que Gargarella no comprende que los escraches vulneran sobre todo el derecho del individuo que es atacado, no simplemente el bienestar general. Son ataques cobardes que buscan hacer que la vida privada de una persona y su familia se convierta en un infierno.
     La estrategia de Gargarella en su crítica a Badeni -y en todos sus demás debates- es afirmar que la persona con la que disiente es simplista y ha dado argumentos huecos. Gargarella reclama a su oponente elevar el debate, dar fundamentos más sólidos -lo que implícitamente asume que él sí lo hace. Escribe Gargarella que cuando Badeni sostiene que las protestas deben hacerse respetando las reglamentaciones vigentes, usa un “enunciado vacío” (p. 66). Así, con su constante reclamo por elevar el nivel, Gargarella consigue dar la impresión de que su análisis es más profundo, cuando en realidad no eleva nada. Esa estrategia es universal en la obra de Gargarella.
     El argumento sobre los límites de cada derecho le parece vacío a Gargarella porque según él los juristas y jueces que lo enuncian deberían además “...justificar cuál es el derecho que va a perder más, cuánto va a perder y por qué razones” (Carta Abierta sobre la Intolerancia, p. 21). No tendría que ser necesario explicarle a un profesor que esa tarea de fijar los límites de cada derecho es la función principal de la ley, no del juez ni del catedrático. Ya en 1789, luego de la revolución francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre decía en su artículo 4 (destaco su última parte):
La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el disfrute de los mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley.
     Es cierto que no todo puede determinarse previamente en leyes. Pero es un error garrafal pensar que los derechos le llegan al jurista, al juez, o al miembro de una comunidad, como entidades abstractas, recién nacidas sin relación de unas con otras, y que entonces hay que empezar a debatir (en los tribunales o en las calles) cuál de esos derechos ilimitados debe prevalecer en cada caso. El juez de un estado moderno no juzga con una revista de filosofía política en la mano, sino con un libro de leyes. En ese error sobre la vida del derecho cae el profesor Gargarella.
     Está bien ampliar la participación ciudadana, pero no intentar esconder bajo ese nombre a los piquetes. Además, hacer leyes, y sobre todo un código civil o uno penal, es una tarea muy ardua. Nunca se trata de elegir A o B como en los plebiscitos, sino que que hay toda una gama de alternativas que ponderar. También hay que armonizar partes diversas para que el todo funcione. A eso se suma que la Argentina no es el ágora de la antigua Grecia en la que los ciudadanos se juntaban por horas a discutir asuntos de estado. Hoy hay millones de habitantes que intentan disfrutar de sus vidas en paz, y no tienen en sus planes debatir sobre el problema de la prescripción extintiva de la acción penal en el concurso ideal de delitos al llegar a casa. Cuando se votan plebiscitos las alternativas deben necesariamente limitarse; generalmente hay que elegir entre dos. Ningún país ha diseñado leyes fundamentales de ese modo.

¿Qué es el derecho a peticionar a las autoridades?
     Entre las posibilidades que el profesor Gargarella analiza para mejorar el debate público y la participación ciudadana, está la de que los manifestantes de menos recursos utilicen para montarlas lugares que se consideren “foros públicos” como aeropuertos, estaciones de tren, y shopping centers (El derecho a la Protesta p. 83). Cierto es que Gargarella admite que ese derecho puede ser reglamentado. Pero es muy difícil que una reglamentación así sea efectiva, y menos que sea justa. Si se legisla, por ejemplo, que la protesta en shopping center no debe causarle pérdidas o alejar su clientela, o que no puede ser obligado a soportar -digamos- más de una protesta en su interior por mes, o si se dispone que la protesta en un aeropuerto se puede hacer pero sin impedir el acceso de los pasajeros, etc., lo que se obtendrá son pleitos fenomenales y una catarata de piquetes. Que ya hay bastantes.

La teoría del “foro público”, cuando deja de ser un tema ameno de la academia

     A veces mirar la historia ayuda a entender las instituciones. El derecho de peticionar a las autoridades previsto en el art. 14 de la Constitución Argentina y en otras del mundo tiene su origen en un suceso real ocurrido en Inglaterra en 1688. Siete obispos hicieron una petición por escrito al rey James II. Empezaban por decir que la suya era una humilde petición. El rey no sólo la rechazó sino que la consideró una insolencia y los metió presos. Fueron conducidos a prisión en una barcaza por el río Támesis. Si mi memoria no me falla, en alguno de los tomos de la Historia de Inglaterra, Lord Macaulay cuenta que el pueblo de Londres se congregó a las orillas del río para saludar a los ancianos obispos como héroes. Esa y otras arbitrariedades contra las libertades previstas en la Carta Magna de 1215 provocaron que James II fuera derrocado por Guillermo de Orange. Se sentó el principio de que el rey no debía castigar a los habitantes que hicieran peticiones a las autoridades. De allí pasó a la Constitución Norteamericana, y luego a muchas otras del mundo.
     Nada de eso tiene que ver con los piquetes, los cortes de rutas, o las ocupaciones de aeropuertos que el profesor Gargarella intenta asentar en el derecho a peticionar que admite la Constitución. Esas tácticas no promueven el diálogo, son extorsiones. Al final del libro de Gargarella Carta abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta se reproduce un debate en un Club Socialista. Uno de los asistentes tuvo el sentido común de señalarle al profesor Gargarella que con esas acciones no se promueve el diálogo o la participación sino “imponerse por su mera capacidad de crear un gran problema de orden público, en la circulación o en la provisión de bienes básicos”. Dio el ejemplo de un conflicto en el Hospital Garrahan en el que sectores “hacen uso de una situación específica del control de ciertos recursos y que entonces procuran logros...es algo que se plantea en términos de puras relaciones de fuerza”. Gargarella respodió que algunos sectores merecen más protección que otros, pero no aclaró quiénes serían los encargados de decidir sobre ese orden de méritos. La respuesta más reveladora sin embargo la da el propio Gargarella en otra parte del libro.
     Admite el profesor que muchos le han señalado que los piqueteros tienen frecuente acceso a la televisión y radio (además de abundante apoyo en diarios como Página 12, o en las universidades) por lo que no se justifica que aleguen que necesitan cortar calles para “visibilizar” su protesta. Ante esto Gargarella retruca que lo esencial no es el “mero” acceso a los medios, sino asegurar que sus reclamos sean satisfechos (p. 26 y 31-32). En lenguaje llano esto quiere decir que el remanido debate y la participación están muy bien como figuras retóricas, pero lo que importa es conseguir lo reclamado. Al sujeto que intenta cruzar un piquete se lo persuade con un palo en la cabeza.

La cuestión ideológica
     Tal como en el caso del profesor Zaffaroni, las enseñanzas del profesor Gargarella se asientan en su discrepancia con las bases mismas de la sociedad en la que ambos viven. Eso no está tan mal. Pero ha querido la mala suerte de la Argentina que la enseñanza del Código Penal haya estado a cargo de quien lo mira como un instrumento cruel e inútil. Que la enseñanza del Código Civil derogado en los últimos días del gobierno Kirchnerista haya estado por tantos años a cargo de gente que despreciaba sus principios liberales. Y que la Constitución sea explicada por quien rechaza buena parte de sus premisas. Encargar la venta de carne a los vegetarianos suele dar malos resultados.
     El profesor Zaffaroni se ocupó de divulgar en Argentina las ideas de Michael Foucault, despiadado crítico de las sociedades occidentales y admirador de la revolución del Ayotallah Khomeini (ver mi nota).
     Por su parte, el profesor Gargarella se declara admirador del marxismo analítico del filósofo Gerald Cohen (link Gargarella, Roberto: Marxismo analítico, el marxismo claro). Cohen (1941-2009) dictó clases de filosofía política en Oxford y vale aclarar que su propuesta no es la socialdemocracia, a la que considera una “evasión”. Cohen opina que hay que abolir la propiedad privada (ver su artículo, Libertad, Justicia y Capitalismo, en la antología Por una vuelta al Socialismo, con Introducción de Queralt y Gargarella).
     A su lado, Grabois es un moderado.
     El marxismo de Cohen tiene la particularidad de que decide ignorar todos los avances que hizo la ciencia económica desde Marx hasta nuestros días. En las obras de Cohen no se va a encontrar nada sobre el revolucionario cambio de ideas en la teoría del valor que impulsó el economista Carl Menger y que forma la base de la ciencia económica desde hace ya casi un siglo. Cohen no se da por enterado de las críticas de Eugen Bohm-Bawerk a las contradicciones marxistas, nada dice del debate sobre el cálculo económico en un régimen socialista, en el que participaron los economistas más importantes del siglo XX. Cohen decide además pasar olímpicamente por alto hasta los propios aportes de autores marxistas como Lenin, Trotsky, y otros chabones más o menos conocidos fuera de Oxford.
     Se puede entender que Marx no previera que la teoría económica iba a cambiar radicalmente luego de su muerte. Pero Cohen discurre como lo haría un astrónomo que intercambiara papers con dos o tres de sus colegas acerca de las trayectorias planetarias de Ptolomeo, y descartara por irrelevante todo lo que cambió desde Copérnico.
     Pero si la cerrazón ante la teoría ya es grave, es peor que Cohen no se haga cargo de los experimentos marxistas. Tampoco lo hace Gargarella. Se puede entender (hasta cierto punto) que Marx no se diera cuenta de que la dictadura del proletariado iba a terminar siempre en la dictadura de una camarilla. Tuvo la suerte de que todo eso ocurrió luego de su muerte. Pero Cohen no dice nada de la Unión Soviética, de China, de Corea del Norte, de Cuba, experimentos con seres humanos que ocurrieron mientras él daba clase.
     No estamos hablando de la metafísica de la lechuga, sin consecuencias reales. Desconfiaría yo mucho de un médico al que se le han muerto todos los pacientes e insiste en aplicar la misma medicina. Pensaría que es insólito que ni siquiera se molestara en intentar explicar el fracaso de sus experimentos y despreciara lo aprendido desde Pasteur.

martes, 3 de septiembre de 2019

Diferencias entre Winston Churchill y Roberto Cachanosky



        Me decepcionó la explicación de Roberto Cachanosky acerca de la derrota del gobierno en las PASO (link a su nota). En brevísimo resumen, su conclusión es que la culpa es del gobierno mismo. Que un economista prestigioso como él yerre tanto en la evaluación de lo ocurrido me pareció preocupante. Creo que descartar la responsabilidad que tiene cada votante no es posible si se quiere tener alguna esperanza en el sistema democrático. La noción de que el votante es una ameba sin relevancia moral es más propia del materialismo dialéctico que del liberalismo. Tampoco creo que sea sano o posible descartar la parte que les ha cabido a los comunicadores y economistas que han tenido amplia llegada a los medios masivos en estos años.
        Cachanosky señaló correctamente en el pasado las fallas del kirchnerismo, pero él -como otros- quizá creyó que era un asunto cerrado, que el “crecer con lo nuestro” de Aldo Ferrer, el “trabajo sucio” Duhaldista, y la renegociación forzada de la deuda (extraño oximoron) eran dislates en los que no volvería a creer el pueblo argentino. Mucho menos que casi la mitad del electorado creyera secundario que se persigan periodistas, se arreglen las estadísticas, y se adoctrine desde los medios del Estado.
        Luego de las PASO Cachanosky -como tantos otros- pareció advertir que no era así. Que quizá hubiera sido necesario insistir en los obvio. Entrevistado en TV luego de las elecciones PASO, Cachanosky señaló que si el equipo y las propuestas del candidato Fernández fueran confiables, el resultado de las elecciones no hubiera coincidido con el derrumbe simultáneo del peso, de las acciones y de los bonos argentinos. Parecerá que es una obviedad, pero millones de personas se empeñan en afirmar, como quien esconde la mano luego de tirar una piedra, que entre su voto y ese derrumbe no hay relación alguna.
        Por eso, en mi nota anterior, incluí a Cachanosky junto a Iván Carrino entre los economistas que se animan a decirle al público cosas que no le gusta escuchar. La lista es más larga por cierto, en ella están también, entre otros, Martín Tetaz y Germán Fermo. Con menos llegada a la TV, pero con mayor precisión que nadie, están también las notas de Domingo Cavallo (link a su blog).
        El 1 de septiembre Cachanosky publicó la nota Infobae en la afirma que Cambiemos terminó siendo Continuemos, y que debe asumir la culpa de la vuelta del Kirchnerismo. Discrepo.

Todo es igual nada es mejor
        La más eficaz de las armas para la degradación moral es negar que existan diferencias. Los propagandistas del socialismo del siglo XXI disparan con esa arma todo el tiempo. Hace mucho publiqué una nota en la que refutaba el argumento con el que Alejandro Dolina intentaba demostrar que no hay diferencia entre hacer proselitismo desde un canal privado y hacerlo desde el que pertenece al Estado (link). En otra nota señalé la idéntica estrategia usada por la periodista Gisela Marziotta (hoy candidata a vicejefa de gobierno de CABA por el Kirchnerismo) quien sostuvo que no había razón para rasgarnos las vestiduras viendo lo que pasa en Venezuela cuando en Argentina tenemos una presa política que es Milagro Sala (link). Los votantes del dúo Fernández insisten en que, si acaso los Kirchner robaron, Macri también. Las diferencias se liman y entonces Vidal es una “Evita Amarilla”, Cambiemos es Continuemos. Slogans ocurrentes y pegadizos, pero falsos.
        Javier Milei, Miguel Boggiano, y hasta el mismo Cachanosky, se han acostumbrado a pegarle a “los políticos”, sin distinciones. Es más fácil, pero es falso.
        Incluso en lo económico, que no es lo fuerte del gobierno, no es lo mismo tener que importar gas que volver a exportarlo en menos de cuatro años. No es lo mismo haber quedado atrás de Paraguay como exportadores de carne, que haber pasado del puesto 15 al puesto 6 en el mundo. No es lo mismo tener caminos y vías abandonados que funcionando. No da igual que en el informe sobre la competitividad de los países elaborado por el Foro Económico Mundial hayamos subido 23 puntos (link). Todavía estamos abajo, pero no todo “se igual” como diría Minguito.
        Ludwig von Mises escribió que las caídas en los ciclos económicos no se producen tanto por la falta de inversión como por inducir la mala inversión. Cuando el intervencionismo pone sus planes por encima de las señales del mercado, favorece inversiones que pasarán a ser improductivas cuando esos planes ya no sean sostenibles o cuando los gobernantes cambien de idea. Ocurre entonces que el capital ya está puesto en máquinas y habilidades que no es posible transformar en otra cosa más útil. Argentina tiene eso de una manera gigantesca. Una vez que se destinó dinero a una ensambladora de televisores en Tierra del Fuego, ya hay capital físico y hasta personal formado que no puede transformarse en una procesadora de arándanos en Entre Ríos. Cambiar todo eso implica pérdidas, da lugar a resistencia de los que las sufren, y lleva tiempo.

El liberalismo no es sólo económico
        Pero si los logros de Cambiemos son pobres y tardíos en los números, no se puede decir lo mismo de lo institucional. Cambió realmente un sistema que ya no respetaba ni las instituciones de la república ni la opinión disidente. Economistas liberales han olvidado que el liberalismo es una filosofía política integral que abarca mucho más que el libre comercio. Por primera vez en décadas se vio que dirigentes sindicales que se hicieron multimillonarios con la extorsión perdieron su protección. A pesar de haber colonizado tantos tribunales en los últimos 14 años de poder peronista, a pesar de las dificultades y las chicanas, empezaron a revelarse asociaciones ilícitas de funcionarios. No hubo más intentos de apoderarse de medios periodísticos. Quien desdeñe todo eso como meros “buenos modales” no entiende lo que es el liberalismo.

El gradualismo
        Es probable que a Macri le haya faltado claridad y convicción. Pero sus críticos parecen olvidar que no es Mauricio Iº Emperador de Argentina. Ni él ni María Eugenia Vidal tuvieron mayoría en el Congreso y ambos saben que hay cientos de abogados y jueces debidamente preparados que esperan ansiosos que el gobierno cometa la más mínima falla procedimental para infligirles una costosa derrota en los tribunales. Sorprende ver a tantos economistas razonar como si el gobierno estuviera en el misma situación que la de ellos cuando conversan con un par de colegas acerca de todo lo que habría que hacer.
        Hubo errores, cierto. Pero también creo que Macri hizo de la necesidad una virtud. Si tenía un Congreso en contra -incluyendo a veces a sus aliados- si los representantes de la oposición no sólo le votaban en contra sino que lideraban piquetes en las calles, haría de esa limitación una política, el gradualismo. Macri parece ser un hombre tan enemigo de la confrontación que hasta intentó hacer simpático el mote de “gato” (aplicado a las prostitutas caras) insulto grosero que le dirigió la oposición.
        También pesa la experiencia del pasado. La última vez que un hombre decente se puso frente a las cámaras y explicó franca y honestamente a la población que era necesario hacer reformas, fue atacado tanto por la oposición Peronista como por la cúpula del partido Radical -radicalmente opuesta al presidente. Ricardo López Murphy cayó en pocos días, y su presidente, también un hombre honesto, fue objeto de burlas vergonzosas por parte de la más rastrera de las alimañas que pululan en TV. Buena parte del país festejó la desfachatez, buena parte de los legisladores aplaudió el default que pronto supieron conseguir.
        Y sin embargo, hace poco Ricardo Cachanosky escribió un artículo en el que afirma, ya en el título (link), que el mayor error del presidente de la Rúa fue no haber respaldado a su ministro López Murphy. En el tablero de dibujo eso es cierto. En el sistema constitucional que no da poderes imperiales al presidente eso es adjudicar mal las responsabilidades. Si su propio partido no lo apoyaba, si necesitaba sus votos en el Congreso para aprobar el presupuesto, de la Rúa estaba acorralado. El papel de Alfonsín en esos días deberá alguna vez ser analizado. Lo cierto es que el último intento de ser directo y afrontar reformas necesarias terminó con la victoria de los partidos que se oponían a ella. Siguió el default, el saqueo de los ahorros, y la licuación de las deudas. Nada de eso fueron accidentes sino la política de los que impulsaron el golpe de finales de 2001.
        Cachanosky tiene la decencia de la que otros carecen, y reconoce que de la Rúa no fue culpable de todo lo que hicieron los que lo echaron del poder. Sin embargo, en el artículo en que califica a Cambiemos como Continuemos, cree justo adjudicar a Macri el retorno del Kirchnerismo.

No hay liberalismo sin responsabilidad individual
       Lo digo: los que se tienen que hacer cargo de la vuelta del Kirchnerismo (si ocurre, cosa que no es sano dar por hecha), son los que lo votan.
        Sé que decir eso suena extraño, insultante, inadmisible, en la tierra de la demagogia. Sin embargo, la noción de que los individuos son responsables de sus actos es parte fundamental del liberalismo. Para el materialismo dialéctico, todo se explica por fuerzas económicas e intereses irresistibles que no dejan papel relevante al individuo. La responsabilidad moral es vista en ese esquema como un prejuicio burgués sepultado por la ciencia. Si una persona roba por sí misma, o si vota para dar el poder a una banda para que robe a su nombre y reparta parte del saqueo, eso se deberá a múltiples factores sociales, económicos, políticos...nunca a la responsabilidad moral del individuo! ¡Eso es no es científico!
        El liberalismo no desconoce la incidencia enorme de factores sociales. Lo que no puede hacer -sin dejar de ser liberal- es aceptar que individuo sea una ameba a la que no se puede adjudicar responsabilidad por sus decisiones. Y justamente, el relato que ahora consumen con gusto millones de argentinos es que su voto no tiene nada que ver con el derrumbe inmediatamente subsiguiente del peso, de las acciones de empresas argentinas, y de la confianza que inspiran los bonos de la deuda nacional. Como el individuo no es jamás responsable de nada, como todo se explica por factores colectivos, es evidente que allí hay una casualidad, una mera coincidencia entre el resultado de las PASO y esa reacción de los mercados.
        Miro hoy un reportaje a Javier Milei y Diego Giacomini y veo que insisten en corroborar ese relato. Se congratulan de haber pronosticado el derrumbe, proponen que el Emperador -deben asumir que hay uno en Argentina- elimine el Banco Central, y no dan importancia al resultado de las PASO. Todo con tal de no cometer el pecado de asignar relevancia a las decisiones que tomó en esa elección cada individuo.

¿No habrán omitido algo los liberales mediáticos?
        Nunca antes los liberales recibieron tanta atención en los medios. Los más populares son en verdad libertarios, propagandistas del anarco-liberalismo, y no liberales clásicos. No quiere eso decir que el público acepte sus ideas ni siquiera por un segundo. Sin embargo el televidente disfruta de una de las críticas más radicales al presente gobierno y de los videos que anuncian un naufragio. Un regocijo que tiene algún parentesco con el que muchos espectadores experimentaban al ver a Marcelo Tinelli burlarse de de la Rúa.
        Furiosos con el gobierno, los libertarios han sido muy cautelosos en confrontar los mitos económicos populares. Poco o nada sobre los supuestos logros históricos de Perón, sobre la competitividad que habría logrado la política de Duhalde, sobre la destrucción ya provocada por el matrimonio Kirchner. Nada que sea comparable a su constante prédica contra el gobierno de Macri, quien se resiste a adoptar el Manifiesto Libertario de Murray Rothbard por decreto de necesidad y urgencia.
         Rothbard fue un economista norteamericano. Curiosamente (o quizá no) en algún momento sus ideas se acercaron mucho a las de la nueva izquierda. Su Manifiesto Libertario contiene una crítica devastadora a la política norteamericana, a la que responsabiliza de casi todos los males del mundo. Dice muy poco sobre las responsabilidades de otros. En el mismo error caen Milei y Giacomini.
        Al culpar a Macri del derrumbe post PASO, no sólo eximen de responsabilidad al votante -que es parte de su público-, sino que se eximen a sí mismos de no haber sido precisos al señalar las alternativas reales. Desgraciadamente, lo mismo hace Cachanosky en su artículo. En la explicación de que Macri va por mal camino, debieron haber aclarado siempre, siempre, para que lo entendiera hasta el último alcornoque consumidor de relato, que no había que dar un volantazo e ir a la mano contraria. Faltó avisar que por allí viene un camión de frente.

Winston Churchill y el Diablo
        Nadie dice que no se critique a Macri o a Vidal.
        Pero veamos. Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos criticaron a Winston Churchill por aceptar la alianza con la Unión Sovietica para derrotar a Hitler. Churchill había sido uno de los enemigos más duros del gobierno bolchevique, e incluso se opuso sin éxito a que Gran Bretaña le diera reconocimiento diplomático. Ante esto, Churchill respondió -en una frase famosa-: Si Hitler invadiera el infierno, yo haría en el Parlamento alguna referencia favorable al Diablo.
        Churchill aclaró que no retiraba ni una palabra de lo que había dicho sobre la Unión Soviética. Seguía siendo cierto que Stalin era tanto o más asesino que Hitler. Pero quien intentaba invadir Gran Bretaña, y ya había logrado invadir casi toda Europa, era Hitler. No podía Churchill seguir con su discurso contra los bolcheviques para desentenderse de ese peligro y de las opciones realmente disponibles para enfrentarlo.
        Se dirá que Cachanosky no es un estadista y que mucho menos lo es Milei. Pero ellos tampoco pueden desentenderse del camión que viene de frente. Si creían que Macri es el demonio, debieron acordarse del gesto de Churchill.
        De la Rúa tampoco era el demonio, y nadie dijo una palabra a su favor. El mismo día que murió, un periodista tuvo la impudicia de llamarlo inútil en TV. El mejor gesto humano debió venir de afuera y de una cantante, de Shakira. Más que dólares, lo escaso en esta tierra es la decencia. Todavía hay tiempo para enmendarse, pero no mucho.

martes, 27 de agosto de 2019

Elecciones 2019: Ludwig von Mises no es candidato a presidente



        Pregunté ayer a unos amigos por qué preferían que retornara el Kirchnerismo y no que continuara Cambiemos. Antes de las PASO (elecciones primarias) les había hecho la misma pregunta y me habían respondido que querían que se vaya Macri. Insistí con mi pregunta días después interrumpiendo su festejo por la victoria de los Fernández. Recordé que una elección no consiste en decidir quién se va sino fundamentalmente quién entra.
        Entonces pregunté de nuevo: concretamente ¿qué le ven de mejor a los Fernández que a Macri-Pichetto? ¿Por qué es mejor Kicillof que Vidal?
        Uno me respondió que la cuestión ya estaba saldada, que el pueblo ya se había pronunciado, que era soberano y que había que respetar su decisión. Un joven seguidor de la multimillonaria Cristina Kirchner se burlaba del fracaso de la oligarca Eugenia Vidal. Otro adherente al partido ganador añadió que quien va a gobernar es Alberto. Descartó que Cristina Kirchner pueda tener incidencia en sus decisiones, más allá de haberlo elegido a él y al resto de la lista. Fuera del nombre de Alberto, los demás integrantes de la boleta no le despertaron curiosidad. Alberto goza por ahora de la enorme ventaja de que sus seguidores lo creen ajeno el resto de su lista.
        Estas respuestas de mis amigos no aclararon del todo el misterio de sus preferencias, pero me hicieron pensar.

El 47 por ciento del pueblo...no es el pueblo
        Una de las respuestas del amigo que celebraba con el “vamos a volver” me hizo reflexionar sobre lo que entendemos por “pueblo”. En inglés people abarca a toda la población, y es una palabra plural. Un error típico de quienes aprenden inglés es decir “people is...” En inglés el pueblo no es una entidad, son muchos individuos pero no una masa uniforme que pueda ser designada como unidad. En cambio en español “pueblo” es singular. Siempre me pareció que esos diversos modos de hablar indicaban una profunda diferencia cultural. En alemán, Volk es también un ente singular. Quizá también eso sea indicativo de una confusión básica que los alemanes tardaron en superar.
        Pero más revelador todavía es que en el uso argentino, “el pueblo” no sólo es singular, sino que no abarca a todos. Suena raro que alguien se refiera a los habitantes de un lujoso barrio privado como parte “del pueblo”. Pueblo es una parte de la población (no abarca a “los ricos” ni a “los antipatria”) y por eso cuando uno quiere referirse a todos sin excepción debe decir “gente” que también es singular pero no excluye a nadie.
        Ahora bien que el 47 % de los que votaron en las PASO sea “el pueblo” ya es una exageración, incluso para los extraños modos de ver las cosas que hay en Argentina. El 47 % alcanza para ganar en primera vuelta conforme las reglas electorales vigentes (basta con el 45 %) pero todavía no hemos excluido del concepto del pueblo al 53 % de los votantes ¿o si?

El voto es una decisión individual
        Desde siempre elegir a los gobernantes ha sido una decisión que hace cada individuo. No se entra en grupo al cuarto oscuro. Por eso cuando uno pregunta por qué es mejor un candidato que otro, es extraño que la respuesta sea que ese es el candidato que quiere el pueblo.
        Y sin embargo...ya no es tan claro que la decisión sea individual. La propia simpatía por un partido o por otro tiene mucho de grupal. Las personas que tienen opiniones distintas a las de los demás en su grupo familiar o de amigos necesitan tener cierto grado de autonomía que no todos encuentran posible mantener. El calor que da compartir las mismas opiniones aveces es más atractivo que el aire refrescante de la independencia de criterio.
        Tampoco es tan raro que alguien elija un candidato porque es el que prefiere “el pueblo”, cosa que sería absurda si “el pueblo” abarcara a todos los votantes. Es incómodo y hasta doloroso que a uno lo coloquen afuera o como contrario “al pueblo”. Ese factor opera en todas las edades, pero es más fuerte entre los que más sienten la presión de los pares, los jóvenes.
        Hay una carta que, bien jugada, lo hace a uno “del pueblo” más allá de su modo de vida o fortuna: ser peronista lo coloca a uno en ese lugar codiciado. Podrá entonces estar uno equivocado, pero sus sentimientos, que son lo relevante (?) son los correctos. La periodista Silvia Mercado ha escrito que “En Argentina, se te perdona todo, menos que hables mal de Perón y el peronismo. El mote de 'gorila' es como si te dijeran 'judío' en la Alemania Nazi” (El Relato Peronista). La historiadora marxista Marina Kabat ha señalado en un excelente libro el temor de la izquierda argentina a criticar al Peronismo (Perónleaks).
        No es tan extraño entonces que alguien sostenga que elige a fulano porque lo quiere el pueblo, que ya sabemos no es todo el mundo, sino que puede ser el 47 %, o incluso menos. Sin embargo esto es altamente peligroso; degrada la democracia porque sustituye la reflexión de cada uno, que además es una responsabilidad. Si uno comete un error, no lo sufrirá solo. Elegir un gobierno es elegir para todo el país. En eso se diferencia de la elección de un cuadro de fútbol. Es una responsabilidad como ciudadano.
        Y eso nos lleva a otra respuesta extraña.

Ah no sé, a mí me iba mejor
        Una señora inmigrante me contó una vez que su padre permaneció toda la vida como simpatizante del nazismo, incluso después de terminada la guerra en la que murieron personas de todas las naciones, incluyendo millones de alemanes. Su motivo era el siguiente: el hombre tenía una granja y había contraído una deuda con un banco judío. El gobierno de Adolf Hitler resolvió que no era necesario que la pagara. El hombre permaneció toda su vida -murió en Argentina- leal al nazismo.
        Hitler habrá hecho otras cosas, no lo sé. No me consta, a mí me iba mejor.
        Hay en eso una grave confusión. Cierto que el voto es una decisión individual, pero no puede (no debe) estar basada únicamente en la conveniencia individual. Si un demagogo promete “poner plata en el bolsillo” (del votante, no del candidato), o un puesto en la municipalidad, eso no marca el argumento final que se necesita para decidir el voto.
        Escucho a veces decir que de esa responsabilidad y reflexión está exenta la persona que se encuentra en la pobreza; que no se pude culpar a la persona que decide su voto porque le prometieron un subsidio, o un empleo en un municipio. Sin embargo, asumir que ser pobre lo hace a uno irresponsable es la forma segura de degradar tanto a los pobres como a la democracia.
        Además se habla como si Argentina fuera una república del siglo XIX, sin asistencia estatal para los más pobres. Desde hace décadas Argentina tiene un extensísimo conglomerado de sistemas de asistencia social, cada vez más grande e indiscriminado, y que algunos afirman se realimenta a sí mismo, creando más pobres que atender cada año. Se pagan millones de jubilaciones sin aportes, planes sociales cuyo número es difícil de saber, asignación por hijos, transporte para estudiantes, energía aún hoy parcialmente subsidiada para toda la población y además con tarifas sociales para los que tienen menos recursos, absorción por el Estado de créditos impagos, y un larguísimo etcétera.
        Días antes de la elección PASO, el gobierno de la Provincia de Santa Cruz pasó a planta permanente a todos sus empleados contratados. Sin embargo, incluso antes de hacerlo tuvo que pedir fondos para pagar los sueldos. Ganó las elecciones.
         Ninguno de mis amigos mencionó las tarifas de luz y gas como motivo para su elección. O ese factor no fue relevante, o sí lo fue pero cuesta reconocerlo. El deseo de buena parte de la población no es que se mejore o se extienda el sistema de tarifa energética social; se quieren tarifas subsidiadas para todos y todas (y a la vez pagar menos impuestos). Argentina brinda “gratuitamente” a todos los habitantes beneficios que países desarrollados sólo brindan a los que demuestran no poder pagarlos. Eso, a pesar de que Argentina no tiene los recursos de un país desarrollado ¿Habrá una conexión entre esas dos cosas?
        “Hay muchos que la están pasando mal”. Cierto y eso no empezó ayer. Argentina lidera desde hace más de medio siglo el selecto grupo de países en vías de subdesarrollo. La mayoría de los países progresa, otros siempre fueron pobres y no mejoran. Pero hay muy pocos países que hayan despreciado sus grandes logros iniciales para emprender el camino cuesta abajo con tanta persistencia como Argentina. No basta entonces con decir que hay pobres para elegir un candidato, hay que explicar por qué habrá de gobernar mejor que los otros.

En la tierra de la demagogia, la mayoría nunca se equivoca
        Uno de los problemas más evidentes de esta elección PASO es que se tomaron como una pregunta acerca del apoyo o rechazo al gobierno. Por momentos pareció olvidarse que una elección, como su nombre ya lo indica, consiste en elegir, no simplemente en rechazar. Ese modo de presentar las cosas no fue del todo inocente.
        Derrotado por ahora, el gobierno ha empezado a adoptar por sí mismo las propuestas que se supone contiene el mensaje de las urnas. Pero como el mensaje es de rechazo, y como la principal estrategia de casi todos los partidos ha sido no exponer su programa, la dirección a tomar dista mucho de ser clara. Cierto, la izquierda ha tenido la sinceridad de hacer sus propuestas, pero eso explica también los pocos votos que obtuvo.
        En estos días tanto políticos oficialistas como varios periodistas han hecho actos de contrición, se han declarado arrepentidos, y han prometido cabizbajos no volver a desconocer el mensaje de las urnas, sea lo que sea que signifique.
        Un amigo que apoya al Kirchnerismo me ha apuntado que el pueblo, o el 47 % o el 45 %, es soberano en su elección. Esa es una regla constitucional que nadie discute. Si el candidato elegido es un perro, habrá que aprender a ladrar (mientras no muerda nuestros derechos constitucionales). Pero ya otra cosa es decir que la mayoría sea infalible, eso es confundir una regla de organización política con un precepto moral. Para dar dos ejemplos extremos: los alemanes que votaron a Hitler cometieron el error de sus vidas, y los venezolanos que votaron a Hugo Chávez también.
        Todos conocemos personas necias, tercas, o crédulas, y ninguna de ellas se transforma en sabia al entrar a un cuarto oscuro. Por eso, si bien es comprensible, resulta triste que un político no pueda decirle a los ciudadanos que están equivocados. Menos entendible es que lo tengan que hacer los periodistas.
        Hasta las PASO, se debatieron más las encuestas que los proyectos. Los periodistas parecen haber aceptado que no les está permitido interrumpir una letanía de críticas con la pregunta ¿y cuál es su solución a ese problema?

Las omisiones de los libertarios mediáticos
        Si se quiere una muestra de las confusiones reinantes, tenemos el éxito que tuvieron entre los seguidores del kirchnerismo las feroces críticas que un grupo de economistas libertarios hizo al gobierno. Los adjetivos despectivos hacia “los políticos”, las predicciones de un colapso, y sobre todo un video que mostraba al gobierno nacional hundiéndose como el Titanic fueron celebrados tanto o más por los kirchneristas que por el reducido grupo que adhiere a las ideas del anarco-capitalismo.
        Embelesados con las imágenes del naufragio, esos televidentes parecieron no comprender que lo que esos economistas criticaban al gobierno era no haber hecho reformas a las que ellos, kirchneristas, se hubieran opuesto hasta en las calles. Gozaban la crítica feroz pero omitían analizar la solución propuesta. También es cierto que en sus arengas contra el gobierno, los economistas no siempre eran cuidadosos en dejar aclarado que la otra alternativa mayoritaria era peor.
        Se ha debatido si el estilo desdeñoso de Espert o el desenfado de economistas como Milei o Boggiano, de gran presencia en los medios, son el mejor método para hacer popular el liberalismo (ni que hablar del anarco-capitalismo). Evidentemente, por ahora los adjetivos de “Evita amarilla” y los gritos no han servido de mucho.
        Lo grave es que, en la tierra de la demagogia, los libertarios mediáticos fueron muy cautos en confrontar los mitos económicos populares. Buena parte de la población sigue creyendo en las falacias del mercantilismo y en una de sus derivaciones más absurdas, que la depreciación monetaria es una herramienta para lograr competitividad (link a mi nota sobre este tema).
       Peor todavía, por ese camino incluso lanzaron sus propios mitos populistas. Javier Milei sigue afirmando sin movérsele un pelo de su abundante cabellera que es posible hacer un ajuste de cuentas fiscales simplemente eliminando los gastos de “la corporación política” por lo que no sería necesario que el esfuerzo recayera “sobre la gente”. Mientras la izquierda grita “qué la crisis la paguen los ricos”, los libertarios declaman “que la crisis la paguen los políticos”.
        Con honrosas excepciones entre las que se destacan Roberto Cachanosky e Iván Carrino, muchos de los que debieron haberse dedicado a refutar las falacias dominantes no se atrevieron ser francos y advertir que buena parte de su público es el que reclama más subsidios pero menos impuestos. En la tierra de la demagogia, los libertarios debieron haber aclarado siempre que no estaban de acuerdo con muchos de los que celebraban sus ocurrencias.
        Tampoco pusieron empeño en rebatir los arraigados relatos sobre nuestro pasado reciente, herramienta principal para dominar el presente, como lo sabía George Orwell. No quisieron, no supieron, o no pudieron desmentir la leyenda de salvador de la patria de la que todavía goza el economista Roberto Lavagna. No explicaron que el gobierno Kirchnerista no renegoció la deuda sino que la liquidó compulsivamente con la ley cerrojo. No debatieron las dudosas ventajas del “trabajo sucio” Duhaldista, y por eso sigue siendo visto como una solución. Al convertirse en figuras televisivas, probablemente les resultó difícil a estos economistas decirle a su público: y ustedes qué aplauden si con ustedes estoy todavía más en desacuerdo.
        Luego de las PASO, guiados siempre por el supremo principio que prohíbe enfadar al público, los libertarios mediáticos adjudicaron sus consecuencias a Macri, no a la elección de la mayoría. No se atrevieron a decirle al público que el 47 % se pegó (nos pegó) un tiro en el pie. Tuvo que hacerlo el economista K Alvarez Agis, quien en un lapsus de sinceridad ante Novaresio dijo que luego de esa elección pasamos a tener un dólar a precio de pánico (no le preguntaron pánico a qué).
        Los libertarios terminaron divididos hasta llegar al átomo, y parecieron no tener en cuenta que entre los candidatos a la elección no está Ludwig von Mises, gran economista muerto en 1973 al que todos ellos admiran. Hay que elegir entre lo que hay. Y la próxima vez, aclararlo mejor. Quizá todavía hay tiempo, pero no mucho.

viernes, 16 de agosto de 2019

Argentina y la competitividad de la pobreza


    Desfilan en los canales de televisión economistas mediáticos que aseguran que la brusca caída en la cotización del peso argentino es beneficiosa. Algunos explican que así los valores “se han sincerado”, expresión que ya pasa a repetir el público que escucha semejantes mensajes.
     Los expertos televisivos opinan que es bueno que el dólar esté a 60 pesos porque mejora la competitividad de nuestra economía; así nuestros productos pasan a ser más baratos y hay mayores chances para venderlos en el exterior. Escribí a mediados de 2015 una nota (link) en la que señalaba que a mi juicio esa evaluación era equivocada. Hoy se repite ese error con el mismo entusiasmo de siempre, así que me gustaría añadir algunas cosas.

Por qué la devaluación no nos hace más competitivos
     Si la devaluación del poder adquisitivo de una moneda fuera el método de mejorar la competitividad, entonces Argentina debería ser el país más competitivo el mundo. Leo en un diario (link) que desde su creación el peso ha perdido 13 ceros, ya que de otra manera tendríamos que hacer nuestras cuentas en miles de cuatrillones ¿Por qué entonces, luego de insistir tanto en reducir el valor de nuestra moneda no logramos ser más competivos sino menos?
     Se dirá que lo que ocurre es que el efecto benéfico de la devaluación no dura mucho porque al poco tiempo los precios y salarios aumentan con lo que el resultado neto es un mero cambio numérico, y no una mejora en la competitividad. Según esta explicación, los beneficios serían duraderos si los precios y salarios argentinos (sobre todo estos últimos) no se recuperaran, si permanecieran deprimidos luego haberse depreciado la moneda en la que están expresados.
     Ejemplo de ese “logro” -se nos dice- sería la devaluación producida durante el gobierno del presidente Eduardo Duhalde, luego del derrocamiento del presidente Fernando de la Rúa. El peso pasó a tener la cuarta parte de su valor pero por un tiempo considerable los sueldos no se recuperaron. Todavía hoy se repite como si fuera un rezo que “Remes Lenicov hizo el trabajo sucio” que permitió la recuperación argentina (Remes Lenicov era el ministro de economía de Duhalde) ¿Por qué los sueldos no subieron con la inflación? Es que en el año 2002 hubo un desempleo fenomenal y niveles récord de pobreza. La gente se daba por contenta si al menos conservaba el empleo. O sea, para que funcione el método debe haber devaluación pero también desempleo y pobreza generalizada. Quizá por eso a ese “logro” del presidente Duhalde se lo llama “trabajo sucio” pero necesario. O así se cree.
     Pero incluso la desocupación no le hubiera bastado al presidente Duhalde para contener reclamos si no hubiera tenido el dominio absoluto del Congreso. La cúpula del partido opositor era comandada por Raúl Alfonsín, en ese momento de total acuerdo con Duhalde en cuanto a la vía elegida. El Congreso votó todas las leyes económicas que le envió el gobierno. Esa unión de los dos partidos mayoritarios, o al menos de sus dirigentes, tampoco es frecuente en nuestra historia.
      Recapitulemos la receta: para que la devaluación -el “trabajo sucio”- nos haga más competitivos como nación, se necesita enorme pobreza, extrema desocupación, y un gobierno sin oposición.
     Y entonces ¿por qué las repúblicas bananeras, que reúnen todas esas condiciones, no son competitivas?
     Peor todavía, la Argentina no es aún -al menos de modo completo- una república bananera, así que no es posible mantener por mucho tiempo y de modo simultáneo las tres condiciones: pobreza, desocupación, y un gobierno unido a su oposición.

El “trabajo sucio” (e inútil)
     El método Duhaldista de recuperación económica no hubiera durado mucho tiempo. En algún momento hubieran empezado a arreciar los reclamos salariales y algunas voces se hubieran empezado a sentir en el Congreso lo que hubiera roto finalmente el dominio de los líderes de ambos partidos mayoritarios.
     Pero, aunque sea por un tiempo ¿sirvió el trabajo sucio”? El relato, lo que repiten los animadores y periodistas en televisión, es que el “trabajo sucio” de presidente Duhalde salvó al país. Cuando algunos exaltan la trayectoria del economista Roberto Lavagna, se les suele responder que quien hizo el verdadero trabajo fue Remes Lenicov. Lo cual parece asumir implícitamente que ese trabajo fue meritorio. Más todavía, en 2019 algunos parecen creer que habría que lanzar un “Trabajo Sucio 2.0”.
     Creo que esa descripción del pasado es falsa y que la receta es funesta. El trabajo no sólo fue sucio sino además inútil. Destruyó el ahorro y la seguridad jurídica. Lo que hizo competitiva por un tiempo a la Argentina, o mejor dicho a una parte de ella, fue la multiplicación del valor de los productos agrícolas, en especial la soja. La industria siguió siendo incapaz de colocar sus productos en el mundo, salvo honrosas excepciones que nada tienen que ver con los supuestos beneficios de la devaluación. Recordemos además el éxito de la comitiva presidencial destinada a conquistar el mercado de Angola.

El “atraso cambiario (traducido: tu sueldo es demasiado alto)
     Me he ocupado un poco de los hechos del pasado porque la repetición constante del relato falso sobre ellos tiene consecuencias en el presente. No aprendemos de la historia, aprendemos del relato. Los animadores, expertos, y políticos que hoy desfilan por la televisión (que ya no se distinguen mucho unos de otros) opinan acerca de cuál sería el “dólar competitivo”, y afirman a la pasada que el dólar está “retrasado”, que hay o había “retraso cambiario”.
     Lo que quieren decir, pero les cuesta afirmarlo directamente, es que el peso debería valer menos. Es obvio que lo que cambia su valor no es el dólar ni el euro, sino nuestra moneda.
     Lamentablemente, aveces un simple cambio en las palabras hace que lo horrible no parezca tan feo. Los animadores-expertos-políticos prefieren hablar como si todas las monedas del mundo hubieran subido cuando la verdad que cualquiera entiende es que la nuestra vale menos. Pero esa no es la inexactitud principal. Lo cierto es que lo que los animadores-expertos-políticos nos dicen cuando hablan ligeramente del “dólar competitivo” es que nuestros sueldos son muy altos y que si bajan nuestra economía se volverá más competitiva.
     Basta pensar un momento para advertir que si el valor de cambio del peso bajara pero todos los precios y salarios crecieran a la par, el supuesto beneficio no existiría. Y como nadie hace inversiones en la industria pensando en condiciones que a poco cambiarán, lo que se necesita es un empobrecimiento sostenido en el tiempo. Trataríamos de competir con los sueldos chinos.
     Como ese “trabajo sucio 2.0” resulta difícil de vender al público, es necesario usar eufemismos. “Atraso cambiario” suena como si habláramos de un reloj que necesita una vuelta de manecilla.
     Una de las cosas que hacen terriblemente ineficiente (e injusto) al método de mover la mancilla es que cambia todos los valores. A diferencia del mercado, opera de forma indiscriminada. Además, se pierden los ahorros, desaparece el crédito, y bajan todos los sueldos, incluso los de los trabajadores de actividades que no necesitaban ese “estímulo” para ser competitivas. La posterior recuperación salarial no sólo evapora los efectos de la pócima mágica, sino que hace confusas las señales que deberían ofrecer el sistema de precios y el del mercado laboral. Hace permanente y dramática la lucha por el salario, que se transforma en lucha política y donde los que ganan no son los que ofrecen mejores servicios y productos sino los que pueden ejercer más presión. Por ello es que movemos la manecilla de tanto en tanto y no logramos la prometida competitividad.

¿Qué datos mira el mundo?
     La devaluación de agosto de 2019 no alcanzó los niveles de la de 2002, todavía. No se produjo con ningún decreto sino porque se prevé una vuelta a los métodos ya ensayados por el anterior gobierno durante más de una década: cerrar la economía, congelar precios, renegociar compulsivamente (otro eufemismo contradictorio) las deudas internas y externas, y cuando todo eso vuelva a fallar, imprimir billetes.
     La oquedad de algunas cabezas hace que puedan creer que el resultado de su voto nada tiene que ver con la depreciación del poder adquisitivo de los billetes que tienen en el bolsillo, ni con la caída de las acciones de empresas argentinas. El peso argentino se desplomó al conocerse el alto porcentaje de argentinos que desea ver otra vez la misma obra y con el mismo elenco de actores por todos conocido. Sin embargo, algunos afirman y juran que entre una cosa y la otra no hay relación.
     Ahora bien, los inversores no suelen tener la cabeza hueca. No han estudiado el relato, ni siguen a la televisión argentina para orientarse en sus decisiones. Echemos en cambio una mirada al informe del Foro Económico Mundial acerca de la competitividad (link). A muchos alcornoques locales les resultará insólito que entre cantidad de datos y variables de ese informe no se dé relevancia a la competitividad del “dólar alto”. Extrañamente, el informe sobre competitividad computa la seguridad jurídica, la innovación empresarial, el desarrollo del mercado financiero, y hasta la educación. Eso es lo que hace competitivos a los países. En esos aspectos, los que cuentan de verdad, Argentina está bastante abajo, en el puesto 81, bien por detrás de Chile, de Brasil, o de Perú.
     Hay que resaltar sin embargo que si bien el informe de 2018 (el último disponible) nos ubica en el puesto 81 de competitividad, en el anterior que abarca el período 2013-2015 estábamos aún peor, en el puesto 104, diferencia bastante significativa (de muy malo a malo) que muchos liberales mediáticos argentinos descartarían para seguir lanzando brulotes.

¿Importa la calidad institucional?
     Los alcornoques, de los que tanto abundan, se asombrarían al ver que los países más competitivos no son los que tienen sueldos más bajos. Lo bajo o alto de los sueldos no es una causa de la competitividad sino su consecuencia ¿Es eso realmente tan difícil de entender?
     Entusiasmados por el “trabajo sucio 2.0”, muchos desdeñan el valor del respeto por la palabra dada en los contratos y la confianza que merezcan las instituciones. Que nuestro Código Civil y Comercial admita leyes retroactivas para los contratos no despierta el menor interés, ni siquiera entre los juristas (ver mi nota sobre ese problema). Peor todavía, en Argentina pasó casi desapercibido que un gobierno, de común acuerdo con la oposición, removió a los jueces de la Corte Suprema federal hasta lograr que -con una nueva composición- dijera que saquear depósitos bancarios no violaba el derecho de propiedad. A eso se lo llamó una “renovación” de la Corte (otro eufemismo repetido hasta el cansancio en TV). Luego, ya contando con esa protección tribunalicia, se expropiaron los fondos de pensión, que en otros países son uno de los pilares del crédito y el ahorro. El eufemismo elegido en este caso fue que se “unificaron” los sistemas privado y el público (léase, el segundo se apoderó del primero). Años atrás escribí un comentario en inglés sobre estos fallos. ¿Y todo eso qué tiene que ver con la competitividad? Mucho.
     Dije que como en última instancia los sueldos dependen de competitividad y no al revés, no se avanza bajando sueldos. Pero por la misma razón tampoco es cierto que sea una herramienta adecuada elevarlos artificialmente. Sin embargo, en nuestra desgraciada tierra, lo que importa es la cantidad de veces que los animadores-expertos-políticos repiten un slogan. Ni siquiera es relevante que sean contradictorios, que pontifiquen sobre las bondades de un dólar alto y de “ponerle dinero en el bolsillo a la gente”.
     Algún día eso dejará de ser creído.