domingo, 25 de septiembre de 2011

Mitos sobre el derecho anglosajón

El derecho anglosajón se presenta muchas veces como un ejemplo del derecho hecho por los jueces. En la campaña permanente que libra ya hace más de medio siglo la mayoría de los juristas argentinos por aumentar el espacio de discrecionalidad judicial, el derecho anglosajón es sumamente útil. Se tiene un ejemplo real (?) de un derecho que cambia según cambian las decisiones de los jueces.
El problema de ese ejemplo es que es aproximadamente cierto sólo si nos referimos a la Inglaterra medieval. A partir del ascenso del sistema parlamentario a fines de la Edad Media, el derecho inglés evolucionó básicamente a través de las decisiones legislativas. Uno de los más reconocidos historiadores del derecho inglés, Frederick Maitland, señala que los últimos añadidos que terminaron de dar su forma definitiva al common law ocurrieron durante el reinado de Charles II, es decir, el siglo XVII (ver Maitland and Montague: A Sketch of English Legal History p. 132-133). De allí en más los cambios importantes se produjeron por acción del Parlamento. Parte de esos cambios consistieron en remediar algunas de las deficiencias del common law, tal como lo habían desarrollado los jueces medioevales (misma obra, ps. 141-5, 153, 158).
Por eso digo: la habitual leyenda de los jueces ingleses creando derecho en cada una de sus sentencias es casi verdadera…si uno se refiere a la edad media. Es una visión casi correcta si nos referimos a un sistema en el que todo el poder está concentrado en el rey y sus jueces. Y digo sus jueces, porque en ese tiempo –supuesto modelo para el siglo XXI- los jueces eran designados y removidos libremente por el rey. Incluso se conservan instrucciones escritas enviadas por los reyes a su jueces, indicándoles cómo querían que resolvieran este caso o aquél otro. Todavía en el siglo XVII, cuando ya el poder real empezaba a tener límites en el Parlamento, un juez que se atrevió a decidir casos en contra de la voluntad del rey fue despedido y enviado a su casa. Fue el famoso juez Coke (ver Maitland: Constitucional History of England, p. 271).


El juez creador, imagen inexacta incluso para la Edad Media
Pero, ¿por qué dije que esa descripción del juez diariamente creando derecho desde su tribunal es casi cierta si nos referimos a la Edad Media? Es que –si somos exactos- incluso es falsa para la Edad Media. Hay acuerdo entre los historiadores en que los jueces medioevales jamás pretendieron que ellos creaban derecho. Simplemente reconocían derechos preexistentes.
Empecemos por aclarar que hasta el mismo nombre “derecho anglosajón” introduce una inexactitud. El common law empieza cuando termina el reinado de los anglosajones. Cuando en 1066 los normandos derrotan a los anglosajones en la batalla de Hastings, Inglaterra pasa a tener reyes normandos. La mayoría de ellos no siquiera habla inglés, sino francés. Vienen de Normandía, en el oeste de Francia, y muchos de ellos viven allí. Para dar un ejemplo, Ricardo Corazón de León pasó sólo algunos pocos días de su vida en Inglaterra. Pero él era rey de Inglaterra, y eran sus jueces, así como los de reyes normandos posteriores, los que desarrollaron el common law. En verdad, en vez de derecho anglosajón habría que hablar de “derecho normando”.
Esa inexactitud es gruesa, pero si se la compara con las demás que se han tejido sobre el derecho anglosajón, no tiene tantas consecuencias.
El embuste más grave consiste en tomar una descripción parcialmente cierta para el medioevo y presentarla como válida para el derecho inglés de su época de apogeo. La verdad es que el entusiasmo por aumentar el espacio de discrecionalidad de los jueces tuvo su comienzo recién en las primeras décadas del siglo XX, y recién se hizo idea dominante luego de 1930. Este fue un cambio de rumbo fundamental, inspirado básicamente por los doctrinarios que –con gran sentido publicitario- se llamaron a sí mismos “realistas”.


Sin embargo, hasta ese entonces la historia del derecho anglosajón (o normando) había sido una larga lucha contra la discrecionalidad judicial. El más famoso de los constitucionalistas ingleses, A. V. Dicey, escribió en su libro The Law of the Constitution (publicado a fines del siglo XIX) que el recelo y el desagrado por la discrecionalidad es una de las características fundamentales del pueblo inglés, y que ella dio forma a sus instituciones y su derecho.
Ya en el siglo XX, en los años 30, algunos juristas americanos empezaron a re-escribir el pasado para acomodarlo a sus propuestas para el futuro. Como dijera Orwell, quien domina el pasado, domina el futuro. La imagen falsa que hoy tenemos acerca del derecho anglosajón proviene de esos años. Por supuesto, la nueva versión histórica no era desinteresada sino que era parte de nuevas doctrinas que intentaban cambiar (o para ser exactos: revertir) la tendencia contraria a la discrecionalidad propia del derecho anglosajón clásico.


Un ejemplo sobre la firmeza del common law
Veamos un ejemplo concreto que muestra la falsedad de la visión de la permanente adaptación del derecho a través de las decisiones de los jueces ingleses. Según los precedentes medievales que formaron el common law, el incumplimiento contractual daba lugar a una acción por daños y perjuicios. No existía la posibilidad de reclamar la ejecución forzada del contrato. Y los jueces no tenían manera de cambiar esa regla. Intentarlo hubiera sido considerado una falta gravísima del juez. Hacia fines de la edad media, se buscó un remedio a este problema creando una jurisdicción paralela en la Cancillería inglesa, que sí admitía la ejecución forzada ante el incumplimiento contractual. Los jueces del common law siguieron sin embargo aplicando el derecho, imperfecto y todo, tal como verdaderamente era: sólo dando acción por daños y perjuicios. Esto recién cambió con las grandes reformas –de origen legislativo- que se hicieron a fines del siglo XIX.
Obsérvese que si fuera cierto que los jueces iban adaptando el derecho a las necesidades cambiantes, hubieran bastado algunos leading case admitiendo la ejecución forzada de los contratos ante el incumplimiento, y asunto arreglado. Pero no fue así, y la razón es que la fijeza del derecho inglés clásico daba respuesta a la mayor de todas las necesidades que atiende el derecho: la necesidad de que los derechos sean seguros, y no dependientes de la buena o mala ocurrencia de un juez.


El derecho verdadero y el espíritu independiente
Los hombres de espíritu independiente quieren tener la tranquilidad de saber que si disfrutan de su casa es porque les pertenece en derecho, y no porque un juez tuvo una visión favorable a sus intereses. Si pueden dar sus opiniones libremente, es porque ese ha sido el derecho inmemorial de sus antepasados, y no porque alguna Corte haya decidido otorgárselos.
Los ingleses sabían que imperfecciones como la que existió largo tiempo ante el incumplimiento contractual no son tan graves, y además tienen arreglo. Sabían que mucho más grave –mucho más humillante para un hombre independiente- es pasar a vivir en una tierra en la que el derecho es lo que dice el juez.
En todo lo anterior me he referido al derecho inglés clásico, no al presente. En nuestros días el derecho inglés se ha reformado, y sigue siendo reformando, en imitación del modelo continental europeo. En lo básico, las instituciones inglesas actuales se parecen cada día más a las francesas y alemanas. Este es el fruto de una larga lucha de sus doctrinarios contra las ideas fundamentales del derecho inglés. Para muestra señalo el comentario despectivo –sólo en un pie de página- que hace un doctrinario inglés del siglo XX, Joseph Raz, al más grande constitucionalista clásico de su país, A.V. Dicey (artículo de Raz: The rule of law and its virtue, en su libro The Authority of Law).
Dicey fue profesor en Oxford, y su libro sobre las instituciones inglesas, editado y reeditado cantidad de veces, fue admirado por generaciones de juristas ingleses (Raz se queja de que los tenía "encantados"). Hace años que ese libro se dejó de publicar en el Reino Unido (se lo ha hecho en los Estados Unidos). Es todo un resumen del cambio operado en las últimas décadas por los doctrinarios ingleses.
Pero la web ha cambiado las cosas. Los documentos y las obras fundamentales sobre el derecho anglosajón clásico están disponibles para todo el que lea inglés. Desde la Carta Magna, hasta la historia del common law de Hale (libro original del siglo XVII), incluyendo las magnificas obras de Dicey y de Maitland, están en la web. La web hace que reescribir la historia no sea tan fácil.


Nota: las citas a páginas las he hecho de las versiones impresas que tengo en mi biblioteca. Las versiones en pdf a las que he puesto un link pueden tener alguna diferencia en la paginación.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El mayo francés de 1968: la imaginación y el poder

El lema del mayo Francés "la imaginación al poder" resume en una frase uno de los grandes errores del siglo XX



El año 1968 tuvo dos grandes finales: el final violento de la "Primavera de Praga", y el final insípido del mayo Francés (van links a la Wikipedia).  El intento de los checoeslovacos por obtener un poco de libertad fue vencido cuando su país fue invadido por entre 200.000 y 600.000 soldados (las estimaciones varían)  rusos, búlgaros, polacos y húngaros.  La protesta de los estudiantes franceses, a los que se unieron luego algunos sindicatos, fue vencida al mes siguiente de comenzar. El presidente de Gaulle llamó a elecciones para el mes de junio, y el pueblo francés votó masivamente en apoyo de su gobierno.


"La imaginación al poder" escribían en las paredes los estudiantes parisinos. Siempre he pensado que es una injusticia que el mundo recuerde más el Mayo Francés que la Primavera de Praga. Pero además me sorprende que el error colosal del lema más famoso de los estudiantes parisinos no haya sido advertido.


Por supuesto, no tengo nada contra la imaginación. Pero me pregunto ¿por qué "al poder"? Si necesito poder es porque quiero usarlo para imponer las cosas que yo imagino a otras personas. Pero esas personas quizá imaginan cosas distintas. No necesito adquirir poder político, no necesito la posibilidad de mandar a otros, para imaginar yo mismo: no necesito el aparato del gobierno para pintar cuadros abstractos o figurativos, o para no pintar. Pero necesito poder para decidir qué se habrá de pintar y qué no. Si hablamos de poder, se entiende, hablamos de poder sobre la vida de otras personas. Decidir quién gana y quien pierde, y cuánto pierde; quién obtiene el subsidio y quién no. El poder sirve para imponer cosas: sean leyes que gobiernan a todos, u órdenes concretas para que se haga algo que me parece bien, o que se deje de hacer lo que no me place. Imagino cosas, no sólo para mí propia vida, sino para la vida de los demás. Y si no les gusta...bueno, para eso precisamente quería tener el poder.


El lema del Mayo Francés "la imaginación al poder" resume en una breve frase uno de los grandes errores del siglo XX: el haberse dejado a un lado la preocupación por los peligros del poder. Por varios siglos la tarea de los políticos y de los pensadores, desde Montesquieu y Locke hasta Jefferson y Lord Macaulay fue la de limitar el poder. La experiencia sangrienta de siglos les había mostrado los peligros del poder ilimitado: poder para imponer lo que yo imagine a los demás. Si los protestantes franceses no siguen la religión de su Rey Sol, pues se los persigue y se los expulsa. Si un político se atreve a imaginar cosas distintas al rey, se lo encarcela. Por eso, el problema principal de los siglos que precedieron al XX era ponerle el cascabel al gato. Poner límites a la voluntad de quienes ejercen el poder. Ponerle barreras: elecciones periódicas, división del legislativo, el ejecutivo, y el judicial. No permitirle dictar leyes retroactivas, no permitirle apoderarse de bienes de los habitantes sin pagar por ellos, obligarlo a soportar la crítica de la prensa sin chistar, y mil otras formas de obtener lo mismo: sujetar el poder de quienes quieren imaginar cómo debe ser la vida de otros.


El siglo XX pareció creer que el poder no encerraba peligros, sino solamente oportunidades. Palancas de fuerza que se podían mover para que grupos de inspirada imaginación decidieran que millones de personas tenían que vivir de una manera u otra. Poder para tener la oportunidad para ejercer esa imaginación: la imaginación de Mussolini y sus seguidores de una Italia unida y fuerte en la que la lucha de clases fuera superada a través del diálogo de las corporaciones fascistas. Se imaginó al pueblo italiano otra vez unido con las firmeza de las fascies de los lictores  romanos. Poderosa imagen de la imaginación de los líderes, que la nación siguió. Algunos por voluntad propia, otros a los palos.


Tenemos también en el siglo XX la imaginación de Adolf Hitler, forjada en su juventud de privaciones, en la que -según cuenta en su libro Mi Lucha- a veces prefería asistir a una ópera de Wagner antes que comprar alimento para su mesa. Los Nazis imaginaron una alemania de campesinos y obreros arios -fuertes y decididos- que compartían una misma forma de ver el mundo (Weltanshauung en alemán). En la película Kabaret hay una escena que nos da una idea bastante clara de la emoción que esa visión de la vida en común presentaba. Una vez en el poder, los Nazis dieron rienda suelta a su imaginación.





Unos años después, en Camboya, Pol Pot y su ejército de soldados adolescentes imaginaron también una comunidad rural pura, alejada de la podredumbre que -según su visión del mundo- crecía al abrigo de las ciudades. Link al artículo correspondiente en la Wikipedia. También Pol Pot buscó que lo que él imaginaba se cumpliera a través del ejercicio del poder. Si el campesino es honesto y solidario, obliguemos a todos a dejar las ciudades. Si el dinero corrompe, decretemos la abolición del dinero. Ordenemos que nuestra visión se haga realidad. Incluso se les ordenó a los pacientes de los hospitales que caminaran hacia el campo. Pol Pot imaginaba cómo debía ser la vida de millones de camboyanos, y ahora tenía el poder. Si bien sus soldados eran en su mayoría adolescentes violentos armados con ametralladoras chinas, tanto Pol Pot como sus asesores eran intelectuales que habían estudiado en París. Ningún otro grupo revolucionario había tenido una educación tan elevada (por desgracia, sólo la wikipedia en inglés tiene datos sobre la educacion de los asesores de Pol Pot). Evidentemente en París nadie se ocupó de enseñar a esos asesores que seguir los dictados de la imaginación desde el poder puede ser desastroso.


Quizá se tomaron en serio eso que afirmaba un graffiti parisino: "Un solo week-end no revolucionario es infinitamente más sangriento que un mes de revolución permanente". Se calcula que un cuarto de la población camboyana murió en el experimento.


De paso hay que decir que ni los estudiantes parisinos ni los asesores de Pol Pot han imaginado cosas demasiado originales. Por ejemplo: la comunidad de campesinos sonrientes (a la fuerza), es una constante en la ensoñaciones que necesitan del poder para realizarse. Tampoco hay demasiado uso de la imaginación en las pintadas que aparecieron en las paredes de las universidades parisinas:  
"Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar."
"¡Viva la comunicación! ¡Abajo la telecomunicación!"
"Camaradas: proscribamos los aplausos, el espectáculo está en todas partes".


En muchos graffiti hay un definido estilo adolescente que no le sienta a sujetos a los que ya les crece la barba:
"Decreto el estado de felicidad permanente."
"Mis deseos son la realidad."


Otro de los inmerecidamente famosos slogans del 68 francés fue "Sean realistas: pidan lo imposible". Pedir lo imposible es tonto. Incluso hay cierta deshonestidad en pedir lo que uno sabe que es imposible. Pero lo peor empieza cuando ya no se pide solamente, sino que se exige lo imposible. Sin poder se pueden pedir absurdidades, lo que ya es lamentable. Con poder ya se puede empezar a exigirlas, y ese es el anuncio de la tragedia.

domingo, 4 de septiembre de 2011

¿Somos los argentinos demasiado individualistas, o muy poco individualistas?

Cuando la gente ve el caos del tránsito, con autos en doble fila, o detenidos sobre la senda peatonal (y no antes de ella), o la basura en las veredas, suele decir: los argentinos somos demasiado individualistas, no nos preocupamos por los otros, no somos solidarios.
Sin embargo, cuando les preguntan sobre las virtudes de los argentinos, muchos suelen responder: somos más solidarios, no tan individualistas como los norteamericanos y europeos, que andan cada uno por su lado. Somos más familieros, acá siempre alguien te va a dar una mano.
Si sumamos estas dos respuestas corrientes sobre nuestros defectos y virtudes el resultado parecería ser que si bien los argentinos somos más solidarios que otros pueblos, deberíamos ser más solidarios todavía. Que si bien somos menos individualistas que ellos, deberíamos ser menos todavía.
Por mi parte creo que las respuestas muestran que en Argentina falta incluso el concepto de qué significa ser individualista.
Se ha terminado por identificar el individualismo con el salvajismo, con acomodarse en la cola, con avanzar contra los peatones al girar en el cruce de calles (y si no corren por su vida, a insultarlos). Pero veamos un poco ¿qué significa ser individualista?
La propia palabra nos dice que significa pensar y actuar como individuo, no como miembro de un grupo o una masa de gente. Quiere decir que no voy a comprar la música que escuchan todos mis amigos, sin decidir primero si a mí (a este individuo que soy yo) me gusta. No voy a sostener una opinión porque es la de los miembros de mi familia, sino a pensar por mí mismo. No voy a creer que un hecho es verdadero porque lo dicen todos, sino que voy a tratar de llegar a mi propia conclusión independientemente.
Mucha gente rechaza el verdadero individualismo porque cree que es una forma de arrogancia. No, no es arrogancia, pero sí es cierto que el individualismo requiere tener respeto por uno mismo. Vale que yo me tome el trabajo, con responsabilidad y esmero, de llegar a conclusiones por mí mismo. Eso no consiste en decidir a la veleta lo primero que me cae bien, sino en pensar detenidamente y actuar justamente. Cuando uno dice demasiado a menudo ¡qué sé yo!, cuando uno dice sobre todo lo valioso y noble: ¡a mí qué me importa! uno en verdad dice ¡a mí no me importo!
El individualismo no es más fácil, sino más difícil, porque requiere asumir la propia responsabilidad sobre lo que uno piensa y sobre lo que hace.
Veamos una de las tantas costumbres aberrantes que se han desarrollado en estos años en los que nos hemos olvidado del concepto mismo de individualismo. Me refiero a esos padres que agraden a la maestra cuando sus hijos sacan malas notas o se portan mal


 (link a notas sobre la agresión a docentes: a un hombre, y otra a una mujer)
Lo que se ve allí no es individualismo sino, al contrario, una actitud tribal en su vesión más primitiva. Quien piense como individuo tratará de evaluar por sí mismo si su hijo estudió lo suficiente, si faltó muchos días, dará una mirada a sus cuadernos, etc.
En cambio, quien piense como miembro de un grupo no necesita hacer eso: lo que cae mal en mi familia está mal, y si lo hace una maestra que no es pariente mía, le pego y la insulto. No me importa si ella tiene razón. La voy a atacar incluso sabiendo que el pibe ha vagueado delante mío por meses. La razón no me importa, ni en esto ni en ningún otro asunto. Lo que importa es si la maestra forma parte del grupo al que yo pertenezco. El nene es mi hijo…lo demás se puede ir al…
La verdad es que buena parte de las cosas malas que vemos se deben a la pérdida de la capacidad de obrar como individuos. Los extranjeros se asombran por esa aparente contradicción que ven acá, entre el argentino que lo recibe con abrazos y besos en Ezeiza, y que al volver del aeropuerto les tira el auto a los peatones, arroja basura en la plaza en la que juegan nenes, e insulta al que le pide que corra su auto que tapa el garage. Esa bestia no es individualista: actúa según el grupo al que pertenezca el que se le cruza: besos y afecto para adentro, basura e insultos hacia fuera.
Para peor, el relativismo moral –que hace años se enseña y se aprende en Argentina- ha hecho que el grupo en base al cual muchos deciden sus actitudes sea cada vez más chico. Sin apego a principios morales, lo que queda es ser leal al grupo. No exageremos, no es que la familia y la barra de amigos sean tan decisivos para los argentinos, sino más bien que no hay otra cosa en la cual basar las decisiones.
Los niños y los adolescentes suelen ser los más dependientes de la opinión de los otros. Primero de lo que dicen mamá y papá, luego (cada vez más precozmente) de lo que dicen los demás de la barra. Madurar debería significar aprender ser independiente. No a cambiar de barra y pasarse a otra más canchera, sino a no depender de ninguna. Esto no significa perder los afectos, sino hacer que el afecto sea puro, y no mezclado con la dependencia y la manipulación.
Ser independiente no significa explotar a otros, sino al contrario, no depender de los demás. Quien se dedica a explotar otras personas debe pasarse horas y años presionándolas, manipulándolas, previendo lo que harán y dejarán de hacer. La persona independiente rechaza todas esas actividades con disgusto.
A muchos se les ocurre que la solución es ampliar el grupo: ya no depender sólo de la familia o la barra, sino decidir en base al barrio, en base a la nación. Si es del barrio bien, si no que se corra de mi camino. O quizá: si es argentino es mi amigo, si es extranjero es mi enemigo. Creo que esa no es la salida, sino recuperar el individualismo verdadero. Y para hacerlo debemos recuperar el concepto mismo. Hasta eso hemos perdido.