martes, 27 de agosto de 2019

Elecciones 2019: Ludwig von Mises no es candidato a presidente



        Pregunté ayer a unos amigos por qué preferían que retornara el Kirchnerismo y no que continuara Cambiemos. Antes de las PASO (elecciones primarias) les había hecho la misma pregunta y me habían respondido que querían que se vaya Macri. Insistí con mi pregunta días después interrumpiendo su festejo por la victoria de los Fernández. Recordé que una elección no consiste en decidir quién se va sino fundamentalmente quién entra.
        Entonces pregunté de nuevo: concretamente ¿qué le ven de mejor a los Fernández que a Macri-Pichetto? ¿Por qué es mejor Kicillof que Vidal?
        Uno me respondió que la cuestión ya estaba saldada, que el pueblo ya se había pronunciado, que era soberano y que había que respetar su decisión. Un joven seguidor de la multimillonaria Cristina Kirchner se burlaba del fracaso de la oligarca Eugenia Vidal. Otro adherente al partido ganador añadió que quien va a gobernar es Alberto. Descartó que Cristina Kirchner pueda tener incidencia en sus decisiones, más allá de haberlo elegido a él y al resto de la lista. Fuera del nombre de Alberto, los demás integrantes de la boleta no le despertaron curiosidad. Alberto goza por ahora de la enorme ventaja de que sus seguidores lo creen ajeno el resto de su lista.
        Estas respuestas de mis amigos no aclararon del todo el misterio de sus preferencias, pero me hicieron pensar.

El 47 por ciento del pueblo...no es el pueblo
        Una de las respuestas del amigo que celebraba con el “vamos a volver” me hizo reflexionar sobre lo que entendemos por “pueblo”. En inglés people abarca a toda la población, y es una palabra plural. Un error típico de quienes aprenden inglés es decir “people is...” En inglés el pueblo no es una entidad, son muchos individuos pero no una masa uniforme que pueda ser designada como unidad. En cambio en español “pueblo” es singular. Siempre me pareció que esos diversos modos de hablar indicaban una profunda diferencia cultural. En alemán, Volk es también un ente singular. Quizá también eso sea indicativo de una confusión básica que los alemanes tardaron en superar.
        Pero más revelador todavía es que en el uso argentino, “el pueblo” no sólo es singular, sino que no abarca a todos. Suena raro que alguien se refiera a los habitantes de un lujoso barrio privado como parte “del pueblo”. Pueblo es una parte de la población (no abarca a “los ricos” ni a “los antipatria”) y por eso cuando uno quiere referirse a todos sin excepción debe decir “gente” que también es singular pero no excluye a nadie.
        Ahora bien que el 47 % de los que votaron en las PASO sea “el pueblo” ya es una exageración, incluso para los extraños modos de ver las cosas que hay en Argentina. El 47 % alcanza para ganar en primera vuelta conforme las reglas electorales vigentes (basta con el 45 %) pero todavía no hemos excluido del concepto del pueblo al 53 % de los votantes ¿o si?

El voto es una decisión individual
        Desde siempre elegir a los gobernantes ha sido una decisión que hace cada individuo. No se entra en grupo al cuarto oscuro. Por eso cuando uno pregunta por qué es mejor un candidato que otro, es extraño que la respuesta sea que ese es el candidato que quiere el pueblo.
        Y sin embargo...ya no es tan claro que la decisión sea individual. La propia simpatía por un partido o por otro tiene mucho de grupal. Las personas que tienen opiniones distintas a las de los demás en su grupo familiar o de amigos necesitan tener cierto grado de autonomía que no todos encuentran posible mantener. El calor que da compartir las mismas opiniones aveces es más atractivo que el aire refrescante de la independencia de criterio.
        Tampoco es tan raro que alguien elija un candidato porque es el que prefiere “el pueblo”, cosa que sería absurda si “el pueblo” abarcara a todos los votantes. Es incómodo y hasta doloroso que a uno lo coloquen afuera o como contrario “al pueblo”. Ese factor opera en todas las edades, pero es más fuerte entre los que más sienten la presión de los pares, los jóvenes.
        Hay una carta que, bien jugada, lo hace a uno “del pueblo” más allá de su modo de vida o fortuna: ser peronista lo coloca a uno en ese lugar codiciado. Podrá entonces estar uno equivocado, pero sus sentimientos, que son lo relevante (?) son los correctos. La periodista Silvia Mercado ha escrito que “En Argentina, se te perdona todo, menos que hables mal de Perón y el peronismo. El mote de 'gorila' es como si te dijeran 'judío' en la Alemania Nazi” (El Relato Peronista). La historiadora marxista Marina Kabat ha señalado en un excelente libro el temor de la izquierda argentina a criticar al Peronismo (Perónleaks).
        No es tan extraño entonces que alguien sostenga que elige a fulano porque lo quiere el pueblo, que ya sabemos no es todo el mundo, sino que puede ser el 47 %, o incluso menos. Sin embargo esto es altamente peligroso; degrada la democracia porque sustituye la reflexión de cada uno, que además es una responsabilidad. Si uno comete un error, no lo sufrirá solo. Elegir un gobierno es elegir para todo el país. En eso se diferencia de la elección de un cuadro de fútbol. Es una responsabilidad como ciudadano.
        Y eso nos lleva a otra respuesta extraña.

Ah no sé, a mí me iba mejor
        Una señora inmigrante me contó una vez que su padre permaneció toda la vida como simpatizante del nazismo, incluso después de terminada la guerra en la que murieron personas de todas las naciones, incluyendo millones de alemanes. Su motivo era el siguiente: el hombre tenía una granja y había contraído una deuda con un banco judío. El gobierno de Adolf Hitler resolvió que no era necesario que la pagara. El hombre permaneció toda su vida -murió en Argentina- leal al nazismo.
        Hitler habrá hecho otras cosas, no lo sé. No me consta, a mí me iba mejor.
        Hay en eso una grave confusión. Cierto que el voto es una decisión individual, pero no puede (no debe) estar basada únicamente en la conveniencia individual. Si un demagogo promete “poner plata en el bolsillo” (del votante, no del candidato), o un puesto en la municipalidad, eso no marca el argumento final que se necesita para decidir el voto.
        Escucho a veces decir que de esa responsabilidad y reflexión está exenta la persona que se encuentra en la pobreza; que no se pude culpar a la persona que decide su voto porque le prometieron un subsidio, o un empleo en un municipio. Sin embargo, asumir que ser pobre lo hace a uno irresponsable es la forma segura de degradar tanto a los pobres como a la democracia.
        Además se habla como si Argentina fuera una república del siglo XIX, sin asistencia estatal para los más pobres. Desde hace décadas Argentina tiene un extensísimo conglomerado de sistemas de asistencia social, cada vez más grande e indiscriminado, y que algunos afirman se realimenta a sí mismo, creando más pobres que atender cada año. Se pagan millones de jubilaciones sin aportes, planes sociales cuyo número es difícil de saber, asignación por hijos, transporte para estudiantes, energía aún hoy parcialmente subsidiada para toda la población y además con tarifas sociales para los que tienen menos recursos, absorción por el Estado de créditos impagos, y un larguísimo etcétera.
        Días antes de la elección PASO, el gobierno de la Provincia de Santa Cruz pasó a planta permanente a todos sus empleados contratados. Sin embargo, incluso antes de hacerlo tuvo que pedir fondos para pagar los sueldos. Ganó las elecciones.
         Ninguno de mis amigos mencionó las tarifas de luz y gas como motivo para su elección. O ese factor no fue relevante, o sí lo fue pero cuesta reconocerlo. El deseo de buena parte de la población no es que se mejore o se extienda el sistema de tarifa energética social; se quieren tarifas subsidiadas para todos y todas (y a la vez pagar menos impuestos). Argentina brinda “gratuitamente” a todos los habitantes beneficios que países desarrollados sólo brindan a los que demuestran no poder pagarlos. Eso, a pesar de que Argentina no tiene los recursos de un país desarrollado ¿Habrá una conexión entre esas dos cosas?
        “Hay muchos que la están pasando mal”. Cierto y eso no empezó ayer. Argentina lidera desde hace más de medio siglo el selecto grupo de países en vías de subdesarrollo. La mayoría de los países progresa, otros siempre fueron pobres y no mejoran. Pero hay muy pocos países que hayan despreciado sus grandes logros iniciales para emprender el camino cuesta abajo con tanta persistencia como Argentina. No basta entonces con decir que hay pobres para elegir un candidato, hay que explicar por qué habrá de gobernar mejor que los otros.

En la tierra de la demagogia, la mayoría nunca se equivoca
        Uno de los problemas más evidentes de esta elección PASO es que se tomaron como una pregunta acerca del apoyo o rechazo al gobierno. Por momentos pareció olvidarse que una elección, como su nombre ya lo indica, consiste en elegir, no simplemente en rechazar. Ese modo de presentar las cosas no fue del todo inocente.
        Derrotado por ahora, el gobierno ha empezado a adoptar por sí mismo las propuestas que se supone contiene el mensaje de las urnas. Pero como el mensaje es de rechazo, y como la principal estrategia de casi todos los partidos ha sido no exponer su programa, la dirección a tomar dista mucho de ser clara. Cierto, la izquierda ha tenido la sinceridad de hacer sus propuestas, pero eso explica también los pocos votos que obtuvo.
        En estos días tanto políticos oficialistas como varios periodistas han hecho actos de contrición, se han declarado arrepentidos, y han prometido cabizbajos no volver a desconocer el mensaje de las urnas, sea lo que sea que signifique.
        Un amigo que apoya al Kirchnerismo me ha apuntado que el pueblo, o el 47 % o el 45 %, es soberano en su elección. Esa es una regla constitucional que nadie discute. Si el candidato elegido es un perro, habrá que aprender a ladrar (mientras no muerda nuestros derechos constitucionales). Pero ya otra cosa es decir que la mayoría sea infalible, eso es confundir una regla de organización política con un precepto moral. Para dar dos ejemplos extremos: los alemanes que votaron a Hitler cometieron el error de sus vidas, y los venezolanos que votaron a Hugo Chávez también.
        Todos conocemos personas necias, tercas, o crédulas, y ninguna de ellas se transforma en sabia al entrar a un cuarto oscuro. Por eso, si bien es comprensible, resulta triste que un político no pueda decirle a los ciudadanos que están equivocados. Menos entendible es que lo tengan que hacer los periodistas.
        Hasta las PASO, se debatieron más las encuestas que los proyectos. Los periodistas parecen haber aceptado que no les está permitido interrumpir una letanía de críticas con la pregunta ¿y cuál es su solución a ese problema?

Las omisiones de los libertarios mediáticos
        Si se quiere una muestra de las confusiones reinantes, tenemos el éxito que tuvieron entre los seguidores del kirchnerismo las feroces críticas que un grupo de economistas libertarios hizo al gobierno. Los adjetivos despectivos hacia “los políticos”, las predicciones de un colapso, y sobre todo un video que mostraba al gobierno nacional hundiéndose como el Titanic fueron celebrados tanto o más por los kirchneristas que por el reducido grupo que adhiere a las ideas del anarco-capitalismo.
        Embelesados con las imágenes del naufragio, esos televidentes parecieron no comprender que lo que esos economistas criticaban al gobierno era no haber hecho reformas a las que ellos, kirchneristas, se hubieran opuesto hasta en las calles. Gozaban la crítica feroz pero omitían analizar la solución propuesta. También es cierto que en sus arengas contra el gobierno, los economistas no siempre eran cuidadosos en dejar aclarado que la otra alternativa mayoritaria era peor.
        Se ha debatido si el estilo desdeñoso de Espert o el desenfado de economistas como Milei o Boggiano, de gran presencia en los medios, son el mejor método para hacer popular el liberalismo (ni que hablar del anarco-capitalismo). Evidentemente, por ahora los adjetivos de “Evita amarilla” y los gritos no han servido de mucho.
        Lo grave es que, en la tierra de la demagogia, los libertarios mediáticos fueron muy cautos en confrontar los mitos económicos populares. Buena parte de la población sigue creyendo en las falacias del mercantilismo y en una de sus derivaciones más absurdas, que la depreciación monetaria es una herramienta para lograr competitividad (link a mi nota sobre este tema).
       Peor todavía, por ese camino incluso lanzaron sus propios mitos populistas. Javier Milei sigue afirmando sin movérsele un pelo de su abundante cabellera que es posible hacer un ajuste de cuentas fiscales simplemente eliminando los gastos de “la corporación política” por lo que no sería necesario que el esfuerzo recayera “sobre la gente”. Mientras la izquierda grita “qué la crisis la paguen los ricos”, los libertarios declaman “que la crisis la paguen los políticos”.
        Con honrosas excepciones entre las que se destacan Roberto Cachanosky e Iván Carrino, muchos de los que debieron haberse dedicado a refutar las falacias dominantes no se atrevieron ser francos y advertir que buena parte de su público es el que reclama más subsidios pero menos impuestos. En la tierra de la demagogia, los libertarios debieron haber aclarado siempre que no estaban de acuerdo con muchos de los que celebraban sus ocurrencias.
        Tampoco pusieron empeño en rebatir los arraigados relatos sobre nuestro pasado reciente, herramienta principal para dominar el presente, como lo sabía George Orwell. No quisieron, no supieron, o no pudieron desmentir la leyenda de salvador de la patria de la que todavía goza el economista Roberto Lavagna. No explicaron que el gobierno Kirchnerista no renegoció la deuda sino que la liquidó compulsivamente con la ley cerrojo. No debatieron las dudosas ventajas del “trabajo sucio” Duhaldista, y por eso sigue siendo visto como una solución. Al convertirse en figuras televisivas, probablemente les resultó difícil a estos economistas decirle a su público: y ustedes qué aplauden si con ustedes estoy todavía más en desacuerdo.
        Luego de las PASO, guiados siempre por el supremo principio que prohíbe enfadar al público, los libertarios mediáticos adjudicaron sus consecuencias a Macri, no a la elección de la mayoría. No se atrevieron a decirle al público que el 47 % se pegó (nos pegó) un tiro en el pie. Tuvo que hacerlo el economista K Alvarez Agis, quien en un lapsus de sinceridad ante Novaresio dijo que luego de esa elección pasamos a tener un dólar a precio de pánico (no le preguntaron pánico a qué).
        Los libertarios terminaron divididos hasta llegar al átomo, y parecieron no tener en cuenta que entre los candidatos a la elección no está Ludwig von Mises, gran economista muerto en 1973 al que todos ellos admiran. Hay que elegir entre lo que hay. Y la próxima vez, aclararlo mejor. Quizá todavía hay tiempo, pero no mucho.

viernes, 16 de agosto de 2019

Argentina y la competitividad de la pobreza


    Desfilan en los canales de televisión economistas mediáticos que aseguran que la brusca caída en la cotización del peso argentino es beneficiosa. Algunos explican que así los valores “se han sincerado”, expresión que ya pasa a repetir el público que escucha semejantes mensajes.
     Los expertos televisivos opinan que es bueno que el dólar esté a 60 pesos porque mejora la competitividad de nuestra economía; así nuestros productos pasan a ser más baratos y hay mayores chances para venderlos en el exterior. Escribí a mediados de 2015 una nota (link) en la que señalaba que a mi juicio esa evaluación era equivocada. Hoy se repite ese error con el mismo entusiasmo de siempre, así que me gustaría añadir algunas cosas.

Por qué la devaluación no nos hace más competitivos
     Si la devaluación del poder adquisitivo de una moneda fuera el método de mejorar la competitividad, entonces Argentina debería ser el país más competitivo el mundo. Leo en un diario (link) que desde su creación el peso ha perdido 13 ceros, ya que de otra manera tendríamos que hacer nuestras cuentas en miles de cuatrillones ¿Por qué entonces, luego de insistir tanto en reducir el valor de nuestra moneda no logramos ser más competivos sino menos?
     Se dirá que lo que ocurre es que el efecto benéfico de la devaluación no dura mucho porque al poco tiempo los precios y salarios aumentan con lo que el resultado neto es un mero cambio numérico, y no una mejora en la competitividad. Según esta explicación, los beneficios serían duraderos si los precios y salarios argentinos (sobre todo estos últimos) no se recuperaran, si permanecieran deprimidos luego haberse depreciado la moneda en la que están expresados.
     Ejemplo de ese “logro” -se nos dice- sería la devaluación producida durante el gobierno del presidente Eduardo Duhalde, luego del derrocamiento del presidente Fernando de la Rúa. El peso pasó a tener la cuarta parte de su valor pero por un tiempo considerable los sueldos no se recuperaron. Todavía hoy se repite como si fuera un rezo que “Remes Lenicov hizo el trabajo sucio” que permitió la recuperación argentina (Remes Lenicov era el ministro de economía de Duhalde) ¿Por qué los sueldos no subieron con la inflación? Es que en el año 2002 hubo un desempleo fenomenal y niveles récord de pobreza. La gente se daba por contenta si al menos conservaba el empleo. O sea, para que funcione el método debe haber devaluación pero también desempleo y pobreza generalizada. Quizá por eso a ese “logro” del presidente Duhalde se lo llama “trabajo sucio” pero necesario. O así se cree.
     Pero incluso la desocupación no le hubiera bastado al presidente Duhalde para contener reclamos si no hubiera tenido el dominio absoluto del Congreso. La cúpula del partido opositor era comandada por Raúl Alfonsín, en ese momento de total acuerdo con Duhalde en cuanto a la vía elegida. El Congreso votó todas las leyes económicas que le envió el gobierno. Esa unión de los dos partidos mayoritarios, o al menos de sus dirigentes, tampoco es frecuente en nuestra historia.
      Recapitulemos la receta: para que la devaluación -el “trabajo sucio”- nos haga más competitivos como nación, se necesita enorme pobreza, extrema desocupación, y un gobierno sin oposición.
     Y entonces ¿por qué las repúblicas bananeras, que reúnen todas esas condiciones, no son competitivas?
     Peor todavía, la Argentina no es aún -al menos de modo completo- una república bananera, así que no es posible mantener por mucho tiempo y de modo simultáneo las tres condiciones: pobreza, desocupación, y un gobierno unido a su oposición.

El “trabajo sucio” (e inútil)
     El método Duhaldista de recuperación económica no hubiera durado mucho tiempo. En algún momento hubieran empezado a arreciar los reclamos salariales y algunas voces se hubieran empezado a sentir en el Congreso lo que hubiera roto finalmente el dominio de los líderes de ambos partidos mayoritarios.
     Pero, aunque sea por un tiempo ¿sirvió el trabajo sucio”? El relato, lo que repiten los animadores y periodistas en televisión, es que el “trabajo sucio” de presidente Duhalde salvó al país. Cuando algunos exaltan la trayectoria del economista Roberto Lavagna, se les suele responder que quien hizo el verdadero trabajo fue Remes Lenicov. Lo cual parece asumir implícitamente que ese trabajo fue meritorio. Más todavía, en 2019 algunos parecen creer que habría que lanzar un “Trabajo Sucio 2.0”.
     Creo que esa descripción del pasado es falsa y que la receta es funesta. El trabajo no sólo fue sucio sino además inútil. Destruyó el ahorro y la seguridad jurídica. Lo que hizo competitiva por un tiempo a la Argentina, o mejor dicho a una parte de ella, fue la multiplicación del valor de los productos agrícolas, en especial la soja. La industria siguió siendo incapaz de colocar sus productos en el mundo, salvo honrosas excepciones que nada tienen que ver con los supuestos beneficios de la devaluación. Recordemos además el éxito de la comitiva presidencial destinada a conquistar el mercado de Angola.

El “atraso cambiario (traducido: tu sueldo es demasiado alto)
     Me he ocupado un poco de los hechos del pasado porque la repetición constante del relato falso sobre ellos tiene consecuencias en el presente. No aprendemos de la historia, aprendemos del relato. Los animadores, expertos, y políticos que hoy desfilan por la televisión (que ya no se distinguen mucho unos de otros) opinan acerca de cuál sería el “dólar competitivo”, y afirman a la pasada que el dólar está “retrasado”, que hay o había “retraso cambiario”.
     Lo que quieren decir, pero les cuesta afirmarlo directamente, es que el peso debería valer menos. Es obvio que lo que cambia su valor no es el dólar ni el euro, sino nuestra moneda.
     Lamentablemente, aveces un simple cambio en las palabras hace que lo horrible no parezca tan feo. Los animadores-expertos-políticos prefieren hablar como si todas las monedas del mundo hubieran subido cuando la verdad que cualquiera entiende es que la nuestra vale menos. Pero esa no es la inexactitud principal. Lo cierto es que lo que los animadores-expertos-políticos nos dicen cuando hablan ligeramente del “dólar competitivo” es que nuestros sueldos son muy altos y que si bajan nuestra economía se volverá más competitiva.
     Basta pensar un momento para advertir que si el valor de cambio del peso bajara pero todos los precios y salarios crecieran a la par, el supuesto beneficio no existiría. Y como nadie hace inversiones en la industria pensando en condiciones que a poco cambiarán, lo que se necesita es un empobrecimiento sostenido en el tiempo. Trataríamos de competir con los sueldos chinos.
     Como ese “trabajo sucio 2.0” resulta difícil de vender al público, es necesario usar eufemismos. “Atraso cambiario” suena como si habláramos de un reloj que necesita una vuelta de manecilla.
     Una de las cosas que hacen terriblemente ineficiente (e injusto) al método de mover la mancilla es que cambia todos los valores. A diferencia del mercado, opera de forma indiscriminada. Además, se pierden los ahorros, desaparece el crédito, y bajan todos los sueldos, incluso los de los trabajadores de actividades que no necesitaban ese “estímulo” para ser competitivas. La posterior recuperación salarial no sólo evapora los efectos de la pócima mágica, sino que hace confusas las señales que deberían ofrecer el sistema de precios y el del mercado laboral. Hace permanente y dramática la lucha por el salario, que se transforma en lucha política y donde los que ganan no son los que ofrecen mejores servicios y productos sino los que pueden ejercer más presión. Por ello es que movemos la manecilla de tanto en tanto y no logramos la prometida competitividad.

¿Qué datos mira el mundo?
     La devaluación de agosto de 2019 no alcanzó los niveles de la de 2002, todavía. No se produjo con ningún decreto sino porque se prevé una vuelta a los métodos ya ensayados por el anterior gobierno durante más de una década: cerrar la economía, congelar precios, renegociar compulsivamente (otro eufemismo contradictorio) las deudas internas y externas, y cuando todo eso vuelva a fallar, imprimir billetes.
     La oquedad de algunas cabezas hace que puedan creer que el resultado de su voto nada tiene que ver con la depreciación del poder adquisitivo de los billetes que tienen en el bolsillo, ni con la caída de las acciones de empresas argentinas. El peso argentino se desplomó al conocerse el alto porcentaje de argentinos que desea ver otra vez la misma obra y con el mismo elenco de actores por todos conocido. Sin embargo, algunos afirman y juran que entre una cosa y la otra no hay relación.
     Ahora bien, los inversores no suelen tener la cabeza hueca. No han estudiado el relato, ni siguen a la televisión argentina para orientarse en sus decisiones. Echemos en cambio una mirada al informe del Foro Económico Mundial acerca de la competitividad (link). A muchos alcornoques locales les resultará insólito que entre cantidad de datos y variables de ese informe no se dé relevancia a la competitividad del “dólar alto”. Extrañamente, el informe sobre competitividad computa la seguridad jurídica, la innovación empresarial, el desarrollo del mercado financiero, y hasta la educación. Eso es lo que hace competitivos a los países. En esos aspectos, los que cuentan de verdad, Argentina está bastante abajo, en el puesto 81, bien por detrás de Chile, de Brasil, o de Perú.
     Hay que resaltar sin embargo que si bien el informe de 2018 (el último disponible) nos ubica en el puesto 81 de competitividad, en el anterior que abarca el período 2013-2015 estábamos aún peor, en el puesto 104, diferencia bastante significativa (de muy malo a malo) que muchos liberales mediáticos argentinos descartarían para seguir lanzando brulotes.

¿Importa la calidad institucional?
     Los alcornoques, de los que tanto abundan, se asombrarían al ver que los países más competitivos no son los que tienen sueldos más bajos. Lo bajo o alto de los sueldos no es una causa de la competitividad sino su consecuencia ¿Es eso realmente tan difícil de entender?
     Entusiasmados por el “trabajo sucio 2.0”, muchos desdeñan el valor del respeto por la palabra dada en los contratos y la confianza que merezcan las instituciones. Que nuestro Código Civil y Comercial admita leyes retroactivas para los contratos no despierta el menor interés, ni siquiera entre los juristas (ver mi nota sobre ese problema). Peor todavía, en Argentina pasó casi desapercibido que un gobierno, de común acuerdo con la oposición, removió a los jueces de la Corte Suprema federal hasta lograr que -con una nueva composición- dijera que saquear depósitos bancarios no violaba el derecho de propiedad. A eso se lo llamó una “renovación” de la Corte (otro eufemismo repetido hasta el cansancio en TV). Luego, ya contando con esa protección tribunalicia, se expropiaron los fondos de pensión, que en otros países son uno de los pilares del crédito y el ahorro. El eufemismo elegido en este caso fue que se “unificaron” los sistemas privado y el público (léase, el segundo se apoderó del primero). Años atrás escribí un comentario en inglés sobre estos fallos. ¿Y todo eso qué tiene que ver con la competitividad? Mucho.
     Dije que como en última instancia los sueldos dependen de competitividad y no al revés, no se avanza bajando sueldos. Pero por la misma razón tampoco es cierto que sea una herramienta adecuada elevarlos artificialmente. Sin embargo, en nuestra desgraciada tierra, lo que importa es la cantidad de veces que los animadores-expertos-políticos repiten un slogan. Ni siquiera es relevante que sean contradictorios, que pontifiquen sobre las bondades de un dólar alto y de “ponerle dinero en el bolsillo a la gente”.
     Algún día eso dejará de ser creído.