Publiqué en el diario El Federal una
nota (link) sobre las propuestas de cambios al sistema de
representación política que Roberto Gargarella viene impulsando ya
hace varios años. Querría ahora complementar lo que allí expuse.
Desde sus notas en los diarios La
Nación y Clarín, entrevistas y clases online, Gargarella critica el
sistema representativo que diseña nuestra Constitución. En un
reciente artículo incluso sostiene que es un sistema para la
impunidad y que ofrece opciones extorsivas a los votantes (La Nación del 3/7/2020, también en Clarín 5/9/2019). Semejante denuncia,
lanzada por uno de los académicos con mayor presencia en medios de
circulación masiva, y que pasa por moderado, merece un examen
detallado.
En una nota anterior de este mismo blog
(link) me ocupé de las opiniones que Gargarella ha formulado sobre
la llamada protesta social. Este fue el tema al que dedicó su libro
“El Derecho a la Protesta. El Primer Derecho” (Editorial
Ad-Hoc 2005). Desde hace algún tiempo, y sin abandonar su prédica
en favor de ese método de lucha política, ha añadido las asambleas
ciudadanas que, como las protestas, son una forma de saltar por sobre
la representación política para que el pueblo exprese directamente
su voluntad (o más exactamente, para que la expresen los que
concurran a las marchas y asambleas).
Gargarella critica la Constitución
Argentina y otras similares porque a su juicio las reformas que
incorporaron derechos sociales y económicos en su primera parte
debieron al mismo tiempo haber reformado la parte orgánica, es
decir, la que regula las instituciones, el Congreso, la Presidencia,
y el Poder Judicial, sus facultades y límites. Esta parte esencial
de la Constitución es su “sala de máquinas” (como la llama
Gargarella), y es la que en su opinión falta reformar (ver su libro
“La Sala de Máquinas de la Constitución” Ed. Katz; disertación en Parlamento de Uruguay YouTube, notas en La Nación del 4/10/2018 y 11/4/2019, Asimismo Clarín 29/11/2019).
Creo que las ideas que expone
Gargarella son una distracción inútil que saca de foco (deja en la
oscuridad) a los verdaderos problemas. Lo que es peor, contribuyen
(quizá sin intención) a perpetuar confusiones que han causado
enorme daño al país.
Analizaré cinco errores en su
análisis, empezando por el más obvio y siguiendo con los más
oscuros, que quizá por ello son los más peligrosos.
Primer error: el problema no es el
sistema representativo
En su diagnóstico Gargarella afirma
que la misma impunidad que se observa en Argentina se da también en
los países que tienen sistemas similares al nuestro. Explica “No
es por azar que la tríada de los males mencionados -abusos de poder,
corrupción, impunidad- aparezca, recurrentemente, en contextos y
países diversos, reunidos básicamente por una similar estructura
institucional.” (La Nación, 3/7/2020)
Eso no es cierto, Argentina tiene una
Constitución y un sistema representativo que no difieren demasiado
del de otros países de la región y del mundo que, sin embargo, no
tienen ni por asomo los niveles de corrupción que ha padecido
Argentina en años recientes. Ciertamente, pueden encontrarse malos
ejemplos incluso en países que tienen décadas de gobiernos
decentes. Pero pocos han tenido el espectáculo de docenas de
políticos (más sus contadores, choferes, y jardineros) devenidos
millonarios en el poder.
Y ni siquiera es necesario pensar en
otros países de constituciones similares para advertir que lo que
dice Gargarella no es cierto. No hubo tal corrupción (nada que pueda
compararse) durante los gobiernos de Illia o Alfonsín, cuando regía
esencialmente la misma constitución.
Segundo error: La élite vs el
pueblo
Un error menos obvio, pero repetido a
lo largo de la historia, es el que reinstala Gargarella al
contraponer al pueblo y a una supuesta “élite política”.
Copiando el tipo de argumento más frecuente entre los populistas, no
distingue entre partidos ni ideologías. Con el rótulo de “élite
política” quedan en la misma bolsa Menem, Carrió, Kirchner,
Macri, Frederic y Bullrich, como si sus ideas y conductas fueran
similares, o en todo caso, irrelevantes.
Debería ser obvio que tampoco “el
pueblo” o “los ciudadanos” tienen las mismas ideas políticas.
Votan de modo distinto, apoyan soluciones en las que algunos creen y
otros no. Obviar esas diferencias para separar a dirigentes y pueblo
es una de las estrategias lamentables que usaron y siguen usando los
enemigos del sistema republicano.
El ejemplo más cercano es la protesta
contra “la política” del año 2001. En términos similares a los
de Gargarella, Juan Pablo Feinmann, filósofo oficial del
Kirchnerismo, sostenía por ese entonces que el pueblo “denuncia
que la 'política representativa' ha devenido 'oligarquía política'
traicionando el mandato democrático que se le ha confiado. El pasaje
que la clase política realiza de la ´representación' a su
sustantivación olilgárquica ocurre cuando deja de representar al
pueblo y consagra a representarse a sí misma y a sus grupos
financieros” (Filosofía de la Asamblea Popular. En la obra
colectiva ¿Qué son las Asambleas Populares? Ed. Peña Lillo 2002).
En la misma obra, Miguel Bonnasso
proclamaba el fracaso de la democracia representativa, tal como ahora
lo hace Gargarella, y anunciaba el propósito de “avanzar desde
una democracia representativa a una democracia participativa. Porque
la democracia representativa ha fracasado en América Latina”.
Paradójicamente, o no tanto, ese proceso terminó dando el poder a
un veterano político, Eduardo Duhalde, que había perdido las
últimas elecciones pero que tenía el apoyo de muchos otros
políticos profesionales.
La objeción no es nueva ni es justa
La crítica a la democracia “formal”
y “burguesa” tiene una larga y penosa historia. Socialistas y
fascistas se mofaron por décadas de los procedimientos
parlamentarios a los que declararon perimidos, en crisis terminal,
irreversible. El profesor Gargarella, que en su obra “Marxismo Analítico, el Marxismo claro” ha profesado su amor
platónico por el Marxismo, seguramente conoce esa historia y esos
antecedentes doctrinarios.
Ya en 1917 Lenin colocaba una guardia
militar para impedir que funcionara la Asamblea Constitucional,
democráticamente elegida en elección en la que su partido había
participado sin obtener la mayoría que deseaba. La excusa para
cerrar ese cuerpo en el que eran minoría fue dar “todo el poder a
los soviets”, es decir a asambleas de soldados y trabajadores que
se suponía eran más representativos. La Constitución Soviética de
1918 incluso garantizaba la luz y la calefacción para las reuniones
de esos comités populares. Ciertamente, todo el poder terminó en
manos de Lenin, al que Rosa Luxemburgo describió como un nuevo Zar.
A socialistas, marxistas, y fascistas,
se sumaron en Argentina los nacionalistas, con José María Rosa
arremetiendo contra “El fetiche de la Constitución”.
Menciono la admiración de Gargarella
por el Marxismo porque creo que la honestidad intelectual requiere
saber dónde está cada uno parado y adonde quiere ir. Cierto es que
los llamados “fellow travellers” (compañeros del camino hacia el
socialismo) siempre se han desentendido de los resultados reales de
sus ideas. Que han sido mal aplicadas, que no era el momento, que
tomó las riendas el líder equivocado. Sin embargo, creo que cuando
hablamos de experimentos con personas, con naciones enteras, con
millones de seres humanos, no es suficiente anunciar que la próxima
vez será distinto.
Tercer error: corrupción y terapias
alternativas
Las terapias que propone Gargarella
ante la impunidad son tan borrosas como su descripción de los
hechos. Sugiere hacer política “desde afuera y abajo”, lo
que quizá quiera decir: desde afuera de las instituciones
representativas que él ha declarado irreversiblemente en crisis. El
primero de los remedios alternativos que lo entusiasmaron fue la
protesta social, a la que dedicó su libro “El Derecho a la
Protesta. El Primer Derecho” (Ed. Ad-Hoc 2005). Me he ocupado
de ese remedio en otra nota (link).
Más recientemente, desde sus trabajos
académicos y sus columnas en los diarios La Nación y Clarín, se ha
mostrado favorable a las asambleas populares, que también son
instrumentos que pasan por encima de los partidos y del sistema de
representación.
Ahora bien, no conozco casos de países
que hayan luchado contra la corrupción con plebiscitos y debates en
asambleas ciudadanas. Tampoco da ejemplos de ello Gargarella. Es que
una cosa es discutir aborto o Brexit. La corrupción, en cambio, no
es una postura política a debatir y votar a favor o en contra. La
corrupción hay que investigarla y juzgarla, tareas que no se adaptan
a una asamblea popular.
Cuarto error: Asambleas para los
reclamos incondicionales
Llegamos ahora al que creo es el motivo
de peso por el que Gargarella impulsa cauces alternativos a la
representación política.
Más allá de recomendarla como terapia
alternativa contra la corrupción, señala que es necesario rehacer
la “sala de máquinas” de la Constitución (como le gusta
llamar a la parte orgánica o institucional) para que los derechos
económicos y sociales (salud, educación, vivienda, etc.) sean
efectivos. Con debates en asambleas populares, plebiscitos, e
iniciativas legislativas ciudadanas se podría obligar a las élites
gobernantes a convertir en realidad esos derechos.
En una entrevista de abril de 2018
Gargarella expresó su discrepancia con la concepción económica del
gobierno de Mauricio Macri, que calificó de anticuada, y señaló
que se la pudo contener a través de la resistencia social (en
YouTube: Roberto Gargarella el gradualismo es resultado de la resistencia social). Por esa misma época publicó en La Nación
su nota “Derechos incondicionales que están por encima de los
planes económicos” (12/2/2018 link) en la que afirmó “Les
guste o no, los economistas deben aprender que, en un sentido fuerte,
los derechos no dependen de los planes económicos, sino a la
inversa. La admisibilidad o no de un cierto plan económico depende
de su capacidad para asegurar el respeto de los derechos
constitucionalmente consagrados”.
Se entiende entonces que a través del
reclamo por vías de participación ciudadana alternativas podría
torcerse el rumbo o incluso hacer descarrilar un plan económico, sin
que sea necesario esperar a la próxima elección. De ese modo una
nueva “sala de máquinas” de la Constitución daría armas al
pueblo para que hacer que las élites, hasta ahora morosas, brinden a
todos vivienda, educación, salud, etc.
Y eso es “incondicional”. Eso
quiere decir que al reclamar su vivienda el ciudadano puede
desentenderse del buen o mal plan económico y que al demandar un
mejor servicio de salud no necesita reflexionar a quién él dio el
poder en las últimas elecciones. Es un modo efectivo de herir de
muerte a una república.
Ya al enumerar los derechos clásicos
la Constitución aclara que su uso debe ser “conforme a las leyes
que reglamenten su ejercicio” (art. 14). El art. 14 bis tampoco
dice que todo habitante tiene derecho incondicional a que el gobierno
le otorgue una vivienda. Además, si fuera cierto que hay derechos
incondicionales a esas prestaciones, sería contradictorio que fueran
materia de debate en asambleas de ciudadanos. Lo incondicional no
necesita ser debatido ni votado.
El Estado argentino es hoy un gran
aparato dedicado a la asistencia social y transferencia de recursos.
Ni con impuestos similares a los de Suecia alcanza, por lo que ya
hace años el Estado recurre al crédito interno y externo, y cuando
el crédito se vuelve descrédito, a la emisión monetaria, con
resultados bien conocidos. Instalar en ese marco más armas, desde la “protesta social” a las asambleas
ciudadanas, con el fin de que sirvan en la lucha distributiva, no es seguramente la mejor de las tareas a las que se
puede dedicar un jurista.
Quinto error: la objeción
identitaria
Ya vimos los logros que Gargarella
espera de los modos de participación que saltan por encima de la
representación: menos impunidad y más prestaciones del Estado.
También vimos que el académico estima que esos métodos son
indispensables ya que la “élite gobernante” ha dejado de
representar al “pueblo”.
Pero Gargarella añade algo grave: que
esa crisis de representatividad es irreversible, no algo transitorio
ni limitado a la Argentina. Esa afirmación necesita alguna
explicación, que Gargarella ofrece del siguiente modo: cuando
nuestra Constitución y otras similares fueron escritas en el siglo
XIX, nuestras sociedades eran “básicamente homogéneas” y
entonces era razonable pensar que todos podían ser representados a
través del voto. Hoy en cambio, escribe Gargarella en La Nación,
“las sociedades multiculturales y ultraheterogéneas de la
actualidad (en las que la propia identidad de cada uno es múltiple,
ya que ninguno es "solo" "obrero", "mujer",
"empresario" o "ecologista"), el sueño de la
'representación plena' perdió base y sentido” (ya citado diario del 3/7/2020).
Creo que olvida las diferencias que
había a mediados del siglo XIX y a principios del siglo XX ¿Acaso
no había diferencias culturales y sociales enormes entre un
trabajador de Mataderos, una coya jujeña, un empresario de la
capital, un mensú misionero, o un inmigrante que apenas balbuceaba
el castellano? Unos jamás habían salido de su pueblo ni leído un
diario, otros ojeaban las revistas que llegaban de París, unos
conservaban la herencia indígena, otros su recuerdo de Nápoles o
Cracovia ¿Había entonces menos diferencias entre ser hombre y ser
mujer? Creo que es al revés, entonces había más diferencias que
ahora.
Pero además ¿por qué sería un
obstáculo para la representación democrática que las personas
tenga distinto sexo, ingreso, u ocupación?
La explicación del Gargarella es quizá
un reflejo local de la teoría de la interseccionalidad y la
ideología identitaria, en boga sobre todo en la izquierda
universitaria norteamericana.
El término y la teoría de la
interseccionalidad fueron impulsados por la académica feminista
norteamericana Kimberlé Williams Crenshaw. A diferencia de los
socialistas clásicos que se contentaban con la lucha entre
proletarios y capitalistas, la ideología identitaria sostiene que
hay una matriz de dominación y privilegio que no es igual según la
raza, el sexo, la clase social, las preferencias sexuales, etc. De
allí se deduce, por ejemplo, que no puede ser igual la lucha del
feminismo blanco que la del feminismo negro, lo que se complica
todavía más por el hecho de que, como señala Gargarella, cada
persona tiene distintas “identidades” y entonces encaja de modo
distinto en una intersección de los casilleros de la “matriz de
opresión” en los que la teoría interseccional divide a la gente.
Más allá de lo discutible de esa
teoría, si lo que intenta Gargarella es usar la interseccionalidad
y la ideología identitaria para su explicación de la obsolescencia
constitucional, lo hace mal. La izquierda académica no afirma que
ahora la “matriz de opresión patriarcal y racista” sea mayor que
hace cien años. Carece de sentido alegar que la representación
política constitucional se diseñó así porque las distinciones
sociales, raciales o de género eran menos marcadas hace un siglo
atrás (?).
En la Navidad de 2017 el diario Infobae entrevistó a Gargarella. Allí sostuvo -como lo hace el marxismo-
que “el derecho reproduce y refleja posiciones de desigualdad de
clase, de raza y de género”. Pero en ese caso, también
lo hacía antes, por lo que el argumento sería que tanto ahora como
cuando las constituciones fueron escritas, las distintas identidades
de raza, género, preferencia sexual, ingreso, etc. hacían y hacen
ilusoria la representación política republicana. Creo que sería un
argumento equivocado, pero al menos sería uno coherente.
No me resigno a ver cómo, otra vez, la
Argentina parece condenada a ilusionarse con versiones locales de
teorías absurdas. Y lo peor, condenada a creer que son razonables.