jueves, 20 de diciembre de 2012

El concepto del gobierno de la ley


Hoy se debate en el mundo sobre el concepto del gobierno de la ley, a veces también llamado el "imperio" de la ley. Los juristas y filósofos discuten qué derechos quedan comprendidos en el concepto, y mientras algunos proponen un concepto que se denomina "delgado" ("thin" en inglés) otros apuntan a uno "gordo o grueso" más amplio ("thick" en inglés). También debaten la importancia de las libertades económicas en el concepto, y hay hasta quienes como el profesor de Oxford Joseph Raz, niegan que la noción del gobierno de la ley tenga el valor que durante tanto tiempo se la reconocido en el mundo.
Creo que el concepto del gobierno de la ley es fundamental para toda sociedad que aspire a ser libre y próspera. Creo también que muchas de las tragedias del siglo XX -con millones de personas asesinadas por los regímenes Soviético, Nazi, Maoísta- se debieron en gran medida al olvido de ese concepto por parte de la gente común, y al desprecio que ostentaron por el imperio de la ley tantos intelectuales.
Luego de la segunda guerra mundial ha habido un renacimiento del interés por el concepto del gobierno de ley. Ese interés no es lo fuerte que debería ser, pero es mejor que el completo olvido. Desde hace cosa de un año he decidido sumarme a los debates mundiales sobre esa idea fundamental. Por eso mi otro blog (en inglés) se dedica enteramente al tema del gobierno de la ley -en inglés: the rule of law ¿Por qué lo escribo en inglés, que no es mi lenguaje nativo y me resulta más difícil? Es que el debate tiene lugar en inglés. En Argentina el interés en el concepto es casi nulo, y eso también explica muchas de nuestras desgracias.
A pesar haber dedicado más notas especificas en mi otro blog, creo que hay todavía en Argentina una confusión fundamental -ya superada en el mundo- sobre el concepto del gobierno de la ley que necesita también de una nota en español. La confusión consiste en identificar el gobierno (o imperio) de la ley con el gobierno con la ley (rule of law vs. rule by law). Son dos cosas distintas y en realidad opuestas. Adelanto que la noción importante y más valiosa que el oro para la felicidad de una nación es el gobierno de la ley (no "con" la ley).

Gobierno con la ley

Veamos primero la noción sin valor porque es tan pobre que es más fácil de entender. Gobernar "con" la ley significa que las autoridades gobiernan básicamente dictando leyes que después se hacen cumplir con toda la fuerza del Estado. En este sentido los Nazis gobernaron Alemania "con" la ley, al menos al principio. Uso el ejemplo del gobierno Nazi, porque es menos controvertido. Casi nadie defiende el historial de Adolf Hitler, pero por algún motivo mucha gente parece todavía creer que el régimen soviético, el maoísta, o el de Pol Pot en Camboya, fueron mejores. Dejemos eso para otra nota.
Pues bien, los Nazis dictaron leyes que privaban a los judíos de sus propiedades, y entonces se podría decir que sacarles sus bienes sin ninguna indemnización era legal. Era el cumplimiento de una ley como cualquier otra. Y cuando los estudiantes alemanes del pequeño grupo llamado "la rosa blanca" se atrevieron a distribuir panfletos contra Hitler, un tribunal los condenó a muerte, fueron guillotinados. Tengo un hermoso libro con la historia terrible y maravillosa de estos jóvenes valientes, y allí también está transcripta su sentencia. Los jueces citaron cantidad de artículos de varias leyes. Eso se llama gobierno "con" la ley, pero no llega ni al primer escalón de lo que es el gobierno "de" la ley.


          Trailer de una película sobre el grupo alemán anti-Nazi La Rosa Blanca

Gobernar "con" la ley equivale a dictar leyes que ordenan algo (cualquier cosa) y luego hacerlas cumplir. Si alguien se queja de que le confiscan sus bienes sin ley se vota una ley que así lo ordene y asunto arreglado. Es claro que si este es el sentido del concepto, tiene muy poco valor. Increíblemente, el jurista Hans Kelsen –tan célebre en el mundo entero y de lectura obligatoria durante décadas en las facultades de derecho en Argentina– siempre defendió ese concepto equivocado del gobierno de la ley. Para Kelsen el gobierno Nazi operaba formalmente dentro de la ley. La ley que Hitler hacía a su medida.


   Parte de la película sobre Sophie Scholl, miembro de La Rosa Blanca. El doblaje al español no es de lo mejor, pero da una idea de las convicciones y el valor de esta estudiante alemana. El juez Roland Fleisler, presidente de un "tribunal popular", la condenó a muerte

Gobierno de la ley
Todos reconocemos ese ideal que consiste en que quien gobierna sea la ley, y no la voluntad de los hombres que tienen el poder. Claro que si simplemente pensamos que la ley es todo lo que se le ocurra decidir a quien tenga la mayoría, entonces el ideal carece de sentido. ¿Y no es obvio e inevitable que la ley siempre sea la expresión de la voluntad de quien tanga los votos necesarios para imponerla? Pues no, no es obvio ni es inevitable.
La idea del gobierno de la ley tiene sentido si se piensa que hay algunas cosas fundamentales que deben respetarse como logros históricos de las naciones civilizadas, cosas que no deben modificarse por más que uno tenga la mayoría de votos, los 2/3, el 99 %, o la suma del poder público. Y que si esas cosas fundamentales se dejan de respetar, entonces ya no tenemos gobierno de la ley, sino gobierno de la voluntad de los que tienen el poder para hacer la ley.
Volvamos al ejemplo indiscutido del gobierno Nazi. Puede ser cierto que la mayor parte de sus crímenes (no todos) hayan sido cometidos con una ley que los autorizaba. Pero en los gobiernos que respetan la noción verdadera del imperio de la ley, ni siquiera la ley o la constitución puede alterar derechos adquiridos. En ese sentido el gobierno Nazi no era un gobierno de la ley. Recordemos que los judíos alemanes tenían derechos, y que ese había sido uno de los avances que permitían decir que Alemania se contaba dentro de los países civilizados. Antes de Hitler los judíos alemanes tenían derecho a sus propiedades, a su religión, a salir de Alemania, y a no ser encarcelados si no habían cometido ningún delito. Una nueva ley no podía alterar esos derechos adquiridos. Ni siquiera podía hacerlo un cambio constitucional. A menos, claro, que uno se contente con vivir bajo un gobierno que usa la ley como instrumento de su dominio. Pero eso nada tiene que ver con el ideal del gobierno de la ley,
Es verdad que el régimen Nazi dictó leyes contra los judíos, y también contra otras minorías. Y en eso, además de la ya señalada violación a derechos adquiridos, tenemos otra cosa que es contraria al ideal del gobierno de la ley. La ley verdadera no persigue a ningún grupo. Como dice la Constitución de los Estados Unidos: todos tienen igual protección bajo la ley (equal protection under the law). El único objetivo es facilitar la vida en común y la libre colaboración entre las personas, pero no forzar a nadie a seguir ningún camino.
Y aquí llegamos al centro del ideal del gobierno de la ley. Recuerdo que en una oportunidad le mencioné a una jovencita británica aquella parte de la declaración de la independencia de los Estados Unidos de 1776 que reconoce el derecho de cada uno a buscar la felicidad. La chica se rió desdeñosamente y opinó que lo reconocido no era mucho, era simplemente el derecho a que cada uno busque la felicidad, pero que no se daba la garantía de obtenerla. También recuerdo que le contesté que nadie puede honestamente garantizar la felicidad. Y añadí que si uno piensa en todas sus consecuencias, lo reconocido por la declaración de independencia es de enorme valor.
Pensemos cuál hubiera sido el destino de los judíos europeos y otras minorías si en Alemania se hubiera respetado el ideal de reconocer que cada uno tiene derecho a buscar la felicidad, lo que implica que nadie puede imponerle su idea de felicidad a otro. También implica que un gobierno no puede ordenarle a nadie que trabaje para la felicidad de otros, o para la grandeza del Estado. El GULAG soviético podrá haber sido regulado mediante ordenanzas o reglamentos, pero eso nada tiene que ver con el ideal del imperio de la ley.

Leyes versus Órdenes

Para que cada uno pueda buscar la felicidad las leyes tienen que hacerse como los carteles viales, que nos dicen cómo ir más rápido y seguro en la dirección en la que cada uno quiere ir. Se prohíben algunos actos peligrosos es cierto, pero en lo esencial las leyes se dedican a organizar la libertad. No nos dictan un destino obligatorio.
Siendo fiel a ese ideal se ve que no son aceptables las leyes que en Europa –por ejemplo– prohibieron durante tanto tiempo que los judíos fueran granjeros. Si alguien cree que es hábil arando la tierra tiene libertad de hacerlo. No la garantía del éxito claro, pero sí el derecho de buscar su destino de la manera que él cree mejor. Las “leyes” que le dicen a alguien cómo debe vivir su vida o buscar su sustento no son verdaderas leyes, aunque tengan la forma de tales. No organizan la libertad, no son como los carteles viales. Son órdenes dirigidas a un grupo o a un individuo.
Como el gobierno de la ley no impone caminos, también respeta la intimidad de cada uno. Qué libro decida leer uno, qué dios tenga uno, qué hobby o qué música le guste, son cosas que no le interesan a la ley verdadera. Ella es como los carteles de tránsito, que organizan el tráfico pero no deciden si es mejor ir al norte o al sur. Completamente distintas son las leyes que hacen los gobiernos totalitarios. Allí hasta el arte y la literatura son asunto de Estado.

Acuerdo versus compromiso

Cuando la ley tiene por misión organizar la libertad es posible alcanzar verdaderos acuerdos. Pensemos por ejemplo en ese artículo del Código Civil que desde hace más de un siglo establece cómo pasa a estar en mora el contratante que se comprometió a hacer o dar algo y no lo cumple (art. 509). Algunos juristas han debatido cuál es el mejor método, y todavía hay controversia acerca de si la nueva redacción que se adoptó hace varias décadas es buena o mala. Pero el tema no le ha quitado el sueño a nadie. Como la norma es meramente instrumental, es posible llegar a acuerdos. Puede haber una discusión parlamentaria acerca del sistema más seguro o económico, pero nadie gana o pierde con ese asunto.
Cosa contraria sucede cuando se debate, por ejemplo, si se van a elevar los impuestos a la exportación de trigo para mantener bajo el precio interno del pan. O si los sueldos de los docentes van a aumentar más que los de las enfermeras. Puede se que en ese asunto haya un compromiso entre distintos sectores, pero no que haya un acuerdo que parezca justo a todos. La “ley” en ese caso es el resultado de una puja que no deja completamente satisfecho a nadie, y que cada sector toma como una tregua precaria en la guerra de intereses contrapuestos.
El ideal clásico del gobierno de la ley no hace diferencia entre libertades de contenido económico y no económico. Esa dicotomía es un invento absurdo del siglo XX. Basta pensar por ejemplo que de nada vale la libertad de prensa si el gobierno puede expropiar o privar de recursos a los diarios que le molestan. No vale declamar derechos inermes, anémicos, que no tienen medios para resistir al que desee eliminarlos.
Las leyes sobre precios máximos, prórrogas de locaciones, y subsidios no son generales ni tienen el sentido de sentar una regla permanente. Se dictan contra un sector para favorecer a otro. En cambio, según el ideal del gobierno de la ley, ella debe fijar reglas imparciales y generales.
Que la ley sea “general” –no particular–, es un requisito que desde siempre se ha reconocido. Sin embargo, no siempre se advierte todo lo que implica. Es que si, la ley supuestamente “general” dice que todos aquéllos que tengan cierto ingreso, ciertas ideas, cierta raza, quedan obligados a hacer tal o cual cosa, entonces se bastardea el requisito de la generalidad.

Gobierno de la ley y democracia

Decimos que impera la ley cuando ella gobierna lo que puede hacer la autoridad, incluso la autoridad democráticamente elegida. La mitad más uno no puede obligar a la mitad menos uno a cualquier cosa. Tampoco puede hacerlo el 99 % sobre el 1 %. No es una cuestión de números. El imperio de la ley no se reduce al imperio de la voluntad de los que tengan los votos para hacer la ley.
Las constituciones pueden ayudar a recordarnos a todos (y especialmente a las autoridades) que el poder de hacer la ley no los habilita para hacer y deshacer derechos a voluntad. Pero la única garantía verdadera es la conciencia de un pueblo acerca del valor de la vida civilizada. Es más, el concepto del imperio de la ley (the rule of law) nació en Inglaterra, que no tuvo ni tiene constitución rígida –y no hay allí ninguna paradoja, sino una enseñanza sobre el sentido del concepto mismo. Pensemos que las constituciones también pueden violar el ideal del gobierno de la ley arrancando ventajas por la fuerza, o imponiendo reglas para algunos que no se aplicarán a otros. Los peligros de las constituciones no son en este sentido diferentes a los de cualquier otra ley.

El valor del gobierno de la ley

Friedrich Hayek –economista austríaco que recibió el premio Nobel por sus estudios sobre las condiciones institucionales que hace posible una economía próspera– escribió en uno de sus libros que quizá el mayor logro de la humanidad haya sido el haber encontrado un sistema que permite que las personas vivan pacíficamente y obtengan ventajas mutuas sin que sea necesario que se pongan de acuerdo sobre objetivos específicos. (Link a mi nota en inglés sobre los aportes de Hayek al entendimiento del concepto del imperio de la ley)
Veamos un ejemplo de la vida corriente: un mecánico quiere agrandar su taller y entonces compra una segunda taladradora. El que se la vende no tiene que ponerse de acuerdo con él primero acerca de si es bueno ampliar el taller, si no sería mejor comprar un compresor, o si ese dinero lo usaría mejor el panadero, que quiere comprar otro horno. Cada cual sabe cuáles son sus objetivos, los acuerdos que firmen son el instrumento que les permite alcanzar sus sueños (y cada cual puede tener los suyos). Pueden no alcanzarlos claro, pero al menos lo decidieron ellos.
         Para el gobierno de la ley la responsabilidad, tanto de gobernantes como gobernados, es fundamental. Pero esa responsabilidad no se concibe en términos de clases sociales o de razas, sino de individuos. Es necesario no confundir ese sistema con uno en el que la ley es débil y los delitos se toleran. Esa debilidad no es propia del gobierno de la ley; es el producto de la lucha (muchas veces llevada a cabo "desde adentro") por imponer ideologías contrarias al sistema legal vigente.
La posibilidad de que personas independientes tomen decisiones acerca de su propio destino es una rareza histórica, un avance que la humanidad recién empezó a concebir (y no en todo el mundo) en el siglo XIX. Esa liberación de la mente y las energías humanas tuvo por resultado progresos antes inimaginables en física y química, el descubrimiento de los usos de la electricidad, diseño de motores, fabricación de medicinas, construcción de redes de agua, de comunicación…y consecuentemente un aumento de población único en la historia. También floreció la música, la pintura, la literatura, y géneros nuevos como el cine.
Lamentablemente, la base que hizo y hace posible todo eso no recibe demasiada atención. Es el gobierno de la ley. En Argentina, repetimos como un mantra que hace falta que todos los argentinos nos pongamos de acuerdo en metas comunes, sin comprender que eso es innecesario y (si acaso fuera posible) significaría un retroceso. 
         Una tribu pequeña puede llegar a acuerdos sobre metas comunes que luego todos deben seguir. Puede decidirse que todos trabajen un día a la semana en la construcción de un templo, o decidir que sólo los nacidos en cada villorio pueden  tener un puesto en el mercado local.
         También puede decidir esas cosas el líder de un Estado totalitario. Puede ordenar que se fundan los arados para alcanzar las metas del plan quinquenal de producción de hierro (así ocurrió en China en el mal llamado "gran salto hacia adelante"). U ordenar que se gasten fortunas en producir combustible sintético a precio más caro que el natural, para lograr un suministro propio en caso de guerra. Así lo hizo Hitler. 
          Pero las naciones modernas, libres y prósperas, no son como un sistema de engranajes dirigido desde una central, sino como una red vial con reglas que le permiten a cada uno encontrar su propio camino.