jueves, 18 de mayo de 2023

Marx, Ptolomeo y Rolando Astarita sobre valor trabajo

     Karl Marx fue el último gran defensor de la teoría según la cual todo valor económico deriva del trabajo humano como dato objetivo que puede computarse en horas de trabajo no especializado. Desde hace más de un siglo la mayoría de los economistas sostiene algo muy distinto: que el valor económico deriva de la utilidad que los individuos asignen a cada bien, cosa que no es objetiva sino que juzga cada uno según sus necesidades y preferencias1

     Sin embargo, en la época de Marx la teoría del valor trabajo era la dominante. Mucho antes que Marx había sido sostenida por los economistas ingleses Adam Smith, David Ricardo, y Thomas Malthus. Pero Smith nunca aplicó la teoría del valor trabajo de modo uniforme y la dejaba de lado cuando los hechos no encajaban. Ricardo admitió que su propia explicación de la teoría no le resultaba satisfactoria2. Y Malthus terminó afirmando que la teoría era equivocada. Marx en cambio se empecinó en sostener la teoría del valor trabajo contra todas las objeciones. Marx no era tonto y sabía que había multitud de hechos que contradecían la teoría. Pero al contrario que sus predecesores, prefirió hacer malabares verbales, cambiar el sentido corriente de los conceptos, y “diluir” hechos que desmentían la teoría mezclándolos en promedios y estadísticas. Esa habilidad para poner tapones cuando aparecían agujeros en la teoría fue reconocida incluso por sus críticos, como Eugene Böhm-Bawerk. Lamentablemente, fue una habilidad mal empleada para sostener una doctrina que hasta él mismo debió sospechar que era equivocada. No quiso demoler la base de todo su edificio y dejar sin sustento su teoría de la plusvalía y la explotación capitalista.


Lo explicó Voltaire

    Voltaire escribió un Diccionario Filosófico que dedica una sección a lo que el pensador francés llamó “espíritu falso”. Decía Voltaire que si uno se niega a revisar los fundamentos de su teoría favorita, la inteligencia deja de ser una ayuda y se invierte en la tarea de esquivar la verdad. Voltaire cito de memoria imaginaba un niño educado en una religión absurda que describiera el mundo como una esfera sostenida por un elefante parado sobre una tortuga. Con los años el joven brillaba en el estudio de esa doctrina y se convertía en uno de los apóstoles del credo. Su habilidad le permitía explicar todas las contradicciones, alisar las arrugas teóricas, y aumentar el número de creyentes. Su inteligencia no sólo estaba desperdiciada sino que hacía un gran daño.

    Algo así sucedió y no de modo imaginario con la teoría del astrónomo Ptolomeo ―también con Marx, pero eso lo veremos luego. La teoría según la cual la tierra está inmóvil en el centro del universo presentaba ya en la antigüedad contradicciones con las observaciones astronómicas. Ya muerto Ptolomeo sus discípulos se negaban a abandonar la teoría que dominaban tan bien y entonces agregaban epicíclos, círculos imaginarios que “explicaban” las contradicciones. Ese esfuerzo intelectual se unió al brazo armado de la Iglesia para conseguir que el error subsistiera por siglos.


¿Por qué Marx traduce todo a trabajo no especializado?

     Marx sostuvo que no puede haber intercambio o compra de mercaderías sin que ellas tengan algo en común. Tiene que haber algo que pueda medirse objetivamente en ambas cosas, dice Marx, o es imposible intercambiarlas. Si alguien permuta una colección de libros por una bicicleta, es porque hay una sustancia en común entre esas cosas. Esa “sustancia” no es ninguna propiedad material de los objetos, sino trabajo humano incorporado a ellos. Sin embargo, como el argumento se basa en exigir que ese elemento sea igual en toda mercadería y objetivamente medible en horas de trabajo (o su intercambio resulta imposible) Marx se vio obligado a homogeneizar todo trabajo, el calificado o incluso la obra de un genio, a horas de trabajo no especializado promedio.

     Más allá de que así hay que entrar en conversiones por demás discutibles, la idea misma de que no puede haber intercambio sin algo en común que tengan las cosas carece de sustento real. Este argumento extraño lo tomó Marx de Aristóteles, filósofo griego que brindó prestigio a más de una idea económica absurda. Por ejemplo, fue Aristóteles quien dio apoyo teórico a la prohibición del cobro de interés monetario con el argumento “decisivo” según el cual las monedas no se reproducen como las ovejas. Llevó siglos vencer ese error.

     En resumen, Marx sostuvo ya en las primera páginas del Capital que esa sustancia oculta en todas las mercancías y que hacía posible intercambiarlas o venderlas eran horas de trabajo humano no especializado (El Capital, Vol I p. 28 cito de la edición inglesa disponible en marxists.org las citas siguientes son de esa obra). Le quedaron afuera bosques, praderas vírgenes y cantidad de cosas valiosas que no han sido trabajadas, pero luego veremos como tapó ese agujero teórico.


Las dos concesiones de Marx

     Escribí tiempo atrás un artículo en inglés sobre dos de los más importantes “epiciclos” que Marx tuvo que agregar a su teoría para salvarla de contradicciones obvias con la realidad (link). Suelo procurar no tocar los mismos temas en mi blog en inglés y en español. Sin embargo, el asunto luego motivó un intercambio de mensajes en el blog de Rolando Astarita (link), profesor marxista de economía y ciencias sociales en la Universidad de Quilmes. Lamentablemente el académico terminó lanzándome una ristra de insultos y suprimiendo mis dos últimos mensajes ―costumbres con larga tradición en el marxismo. Yo entonces procedo a analizar los argumentos en mi blog, en el que no puede suprimirme.

     Marx comprendió que en el concepto usual de “trabajo”, el número de horas no siempre determina el valor económico de los bienes. Si alguien trabaja 4 horas en fabricar algo que a otro le lleva 2, la primera cosa no vale el doble que la segunda. Para atender a ese hecho obvio, Marx añadió una alteración al concepto usual: el trabajo del que él habla debe ser el socialmente necesario según el promedio de habilidad y técnica disponibles en cada época (Capital p. 29). Esto atiende el problema, pero ya la teoría no es estrictamente del valor trabajo sino del trabajo que cumple los requisitos marxistas. Como gran parte del trabajo se hace por abajo o por encima del promedio, aparece el problema de cómo convertir las horas de cada grupo en horas de trabajo no especializado promedio (que son las computadas en la teoría marxista), asunto del que Marx se desligó sumariamente diciendo que se hacía según la costumbre. De todos modos, con el agregado Marx solucionó la contradicción.

     Creo sin embargo que debió haber indagado por qué ocurría el hecho manifiesto de que más trabajo no implica más valor económico. Eso ocurre por un elemento diferente y que ya no es objetivo como las horas de trabajo no calificado promedio: es la utilidad, entendida como el valor que cada individuo asigna a un bien según sus necesidades y preferencias. Si dos objetos son iguales entonces tienen la misma utilidad, y por eso tienen el mismo valor. Las horas por arriba o por abajo del promedio del trabajo no calificado que llevó producir cada uno son irrelevantes para su valor económico. Si acaso alguien paga más por lo que llevó más tiempo, lo hace como benefactor de quien tardó más y no porque el objeto en sí mismo le sea más útil que otro idéntico. Vemos entonces que la concesión o modificación que Marx se vio precisado a hacer a una noción simple del valor trabajo proviene de una razón ―la utilidad― que debió llevarlo a revisar su teoría favorita.

     Pero Marx advirtió que había otra contradicción con hechos obvios y eso lo llevó a añadir una segunda concesión ―o “determinación” en jerga marxista― que también proviene de la utilidad. Una empresa puede fabricar algo, digamos un modelo de automóvil, en la cantidad de horas de trabajo acorde a la técnica y habilidad promedio. Sin embargo, puede suceder que al público no le guste el modelo, y eso hará que su valor sea menor. Eso no cambiará por más que la empresa publicite que su fábrica utiliza la técnica y las habilidades promedio. Marx no pudo desconocer ese hecho obvio y por eso añadió otra condición: que el bien fabricado sea valorado por los consumidores.

     Lo que uno se pregunta entonces es por qué no decir simplemente, como lo hace la teoría moderna, que el valor económico de un bien deriva del valor que los individuos le dan, según sus necesidades y preferencias. ¿Para qué el rodeo de computar horas de trabajo no especializado promedio, buscar alguna fórmula que convierta trabajo calificado en no calificado, y ponderar la técnica imperante en cada época? ¿Qué función cumple todo ese aparato teórico si al final, a regañadientes admitimos que no hay valor sin alguien que lo valore? El filósofo Ludwig Wittgenstein escribió en alguna de sus obras ―cito de memoria― que un signo que carece de función carece de sentido. Eso es así desde el punto de vista de la ciencia y de la descripción del mundo real. Sin embargo, un signo, o frase, o teoría, carente de sentido científico puede tener una gran función política, precisamente porque ayuda a falsear la realidad.

     El profesor Astarita enfureció cuando señalé las alteraciones marxistas a la noción usual de trabajo y creyó entender que yo le atribuía a él y no a Marx el haber añadido estas dos correcciones, concesiones, o cómo el las llamó, “determinaciones”. Pero no era así, en mi artículo en inglés ―que probablemente no leyó― yo ya había escrito que son añadidos hechos por el propio Marx. Intenté señalárselo al profesor Astarita pero suprimió mis respuestas y agregó varios insultos. La sola idea ―equivocada― de que yo haya sugerido que él había cometido la herejía de añadir algo que no estaba en los textos del Maestro lo enfureció.


La utilidad no es una mera condición

     Imposibilitados de negar que el ser útil para alguien tiene algo que ver con el valor económico de una cosa, los seguidores de Marx suelen relegar la utilidad al papel de una mera condición. Dicen, siguiendo a Marx, que el valor económico está fijado por las horas de trabajo no especializado socialmente necesario y que la utilidad es una condición.

     Esa salida es falsa. Las meras condiciones para algo suelen ser previas a ese algo. Que el piso esté mojado es una condición para secarlo. Que uno esté casado es una condición para divorciarse. Que uno esté vivo es una condición para morir. Pero la utilidad no es previa al trabajo que se invierte en un objeto, sino posterior. Además, lejos de ser una mera condición, la utilidad determina la medida, mayor o menor, del valor.

     Marx escribe “el trabajo invertido en una mercadería sólo cuenta en la medida en que se haya invertido en algo que es útil a otros. Cuándo efectivamente ese trabajo es útil a otros y consecuentemente cuándo su producto es capaz de satisfacer las necesidades de otros, sólo puede probarse por el acto del intercambio” (p. 60)

     Es decir que el hecho de que alguien o muchos decidan adquirir la mercadería es lo único que prueba que la mercadería y el trabajo invertido en ella tiene valor. Para ser exactos ―esto ya no lo dice Marx sino yo― que exista ese intercambio no es la “prueba” de que el objeto tenía un valor previo, objetivo, e independiente de todo comprador, sino que deriva del verdadero criterio de valor: la mercancía ha sido valorada por quienes la adquieren de acuerdo a lo que ellos (y no el fabricante o el catedrático) juzgan que son sus necesidades y preferencias. Eso es el llamado criterio subjetivo del valor, que es lo que Marx intentó negar a toda costa pero terminó admitiendo indirectamente.


¿Son dos concesiones o una que abarca dos?

     En mi discusión con Astarita, y antes en mi artículo del blog en inglés, dije que Marx se vio forzado a hacer dos concesiones a la utilidad. Primero, que el trabajo invertido en una mercadería debe ser el socialmente necesario según las condiciones técnicas y la habilidad promedio de cada momento pues dos productos idénticos ―pero que demandaron distinto tiempo de trabajo― no pueden tener distinto valor. Segunda concesión: que ese producto debe ser considerado de utilidad por otras personas.

     Sin embargo el profesor Astarita afirma que ambas concesiones son una sola, y en su áspero reto me señaló que trabajo socialmente necesario implica que “el producto debe satisfacer una necesidad social”. Añadió el profesor “es una contradicción lógica sostener que se ha realizado trabajo socialmente necesario y el producto de ese trabajo no tiene utilidad alguna para nadie”. Es decir, según Astarita en el concepto de trabajo socialmente necesario está indisolublemente, lógicamente, incluído el ser útil para alguien.

     No me resulta tan claro que en esto Astarita haya interpretado correctamente a su maestro. Veamos la definición de Marx: “el trabajo socialmente necesario es el requerido para producir un artículo bajo las condiciones normales de producción y con el grado promedio de habilidad e intensidad que prevalecen en determinado tiempo. La introducción de los telares mecánicos en Inglaterra probablemente redujo a la mitad el tiempo necesario para tejer una cantidad dada de hilo en tela. Los que trabajaban con telares manuales de hecho continuaron necesitando el mismo tiempo que antes, pero luego del cambio el producto de una hora de su trabajo representó solamente media hora de trabajo social, y en consecuencia bajó a la mitad de su valor anterior” (p. 29, misma edición). En esa definición Marx sólo incluye factores objetivos y tecnológicos, nada acerca de las preferencias, gusto o utilidad de los que usarán la tela, que recién aparece en una segunda concesión que Marx hace más adelante en el mismo tomo primero del Capital. Además, una cosa es producir según habilidad y técnica prevalecientes y otra que el producto resultante le guste a alguien.

     Ciertamente, que estemos ante una concesión que bajo un mismo nombre implica dos cosas, o que el nombre deba reservarse para la primera, es una distinción verbal de las que enardecen a los exégetas del evangelio marxista pero que no cambia las cosas. Por último, y si se nos exige ser precisos, no es correcto que las mercaderías satisfagan “necesidades sociales”. Satisfacen las de los individuos, acorde al entender de cada uno. En un sistema comunista algunas de esas evaluaciones se reservarán al Politburó, pero él también está integrado por individuos, que en tal caso se arrogan el derecho de decidir por los demás qué es lo que necesitan.


Las ganancias capitalistas

     La negativa de Marx a abandonar la teoría del valor trabajo no evita que aparezcan agujeros teóricos por todos lados. Obviamente ya es engañoso hablar de teoría de “valor trabajo”, pues no es cualquier trabajo sino trabajo no especializado con los dos requisitos que antes vimos.

     Además, si sólo el trabajo humano es fuente de valor y no el capital como máquinas y materias primas, si la plusvalía proviene de la explotación del trabajador, tendríamos que deducir que la industria que produce más ganancia para el capitalista es la que emplea mucho trabajo humano, pocas máquinas, y poca materia prima. Marx mismo admitió que eso no es real. En el tercer tomo del Capital (publicado luego de su muerte) hizo varios intentos de solucionar esa contradicción con los hechos. Como lo mostró en un ensayo famoso el economista Eugene Böhm-Bawerk todos son argumentos falaces para salvar una teoría errónea. Ese ensayo del economista austríaco es una obra maestra y lo mejor que puedo hacer es remitir a él.3

     De paso digamos que Böhm-Bawerk también criticó hace más de un siglo la táctica marxista de admitir aquí y allá factores distintos a los que resultan de su teoría (y así tapar sus agujeros) para luego prescindir de esos factores y volver a afirmar la validez irrestricta de la teoría (p. 179 de la obra citada, p. 13 en la paginación del pdf). Así resulta que los discípulos del profeta siempre pueden retarlo a uno y mandarlo a leer El Capital, porque “Marx ya se ocupó de esa objeción” en el versículo x, del capítulo y, del tomo z.

     Ludwig von Mises describió ese modo de argumentar como “una revolución semántica”, una neolengua en la que Marx asigna un significado distinto a los conceptos usuales y entonces hay trabajo que no es trabajo y cosas preciadas que no tienen valor. Días atrás, que yo haya objetado esa táctica de vaivén enfureció al profesor Rolando Astarita.


Las praderas y bosques vírgenes

     Otro problema que se le apareció a Marx es que si todo valor económico tiene su fuente en el trabajo humano, entonces las praderas y bosques vírgenes no tienen valor alguno. Siempre prefiriendo su teoría a los hechos, Marx no vaciló en afirmar que si bien la gente obviamente compra praderas y bosques, ellos no tienen valor económico y su precio es “imaginario como el de ciertas cantidades matemáticas” (El Capital, misma edición, ps. 70-71, idem en p. 30). Ese precio imaginario, añadió Marx, es comparable al del honor ofrecido en venta, que no tiene valor económico pero sí un precio. 

     La explicación es absurda pues el honor que se ofrece por dinero no es ―por ese mismo hecho honor sino alguna otra cosa que hasta puede tener valor económico. Pero el bosque que se compra sí es realmente bosque, tiene precio, y tiene valor económico. Marx debe negarlo, pero solamente porque lo impone su propia definición de valor.


El error de Marx no es original

     Antes que Marx, Thomas Malthus había intentado explicar por qué el aire que respiramos, con ser indispensable para la vida, no tiene valor económico. Escribió que así es porque no necesitamos trabajar para obtener el aire que respiramos. Tiempo después se dio cuenta de su error pues también hay cosas valiosas como bosques o praderas que tienen valor económico incluso antes de ser trabajadas4.

     Aclaremos que el verdadero motivo de que el aire no tenga valor económico es que no es escaso, hay cantidades suficientes para que respiremos todos sin necesidad de economizar el aire. En cambio, los bosques y praderas son útiles pero no ilimitados, necesitan ser economizados y por eso tienen valor económico. La gente compra y vende bosques, pero no aire. Han existido guerras por tierras vírgenes, pero no guerras por aire.

     Malthus se dio cuenta pronto de su error al considerar esos bosques y praderas. Marx en cambio marchó directo contra los hechos que contradecían su teoría y no dudó en sostener que los bosques y praderas vírgenes tendrán sí precio pero no valor económico.


¿Y si se bajan de la loma?

     No hay doctrina en el mundo en cuyo nombre se haya masacrado más gente que el marxismo. En Rusia, Polonia, Hungría, China, Vietnam, Camboya ―y tantos otros lugares― millones han sido asesinados, torturados, enviados a campos de trabajo, obligados a soportar hambrunas, violaciones masivas, censura masiva, saqueos masivos. Por generaciones.

     Los marxistas suelen sacarse el problema de encima diciendo que los discípulos del Maestro no aplicaron bien la teoría. Algunos rescatan a Lenin y Trotsky aunque hayan fundado la Cheka y masacrado a los marineros de Kronstadt, entre otras bellezas.

     Sin embargo hay demasiados crímenes y demasiados muertos para tirar así desde un pedestal teórico una excusa fácil. Demasiado fácil. Si todos los discípulos que tuvieron la oportunidad crearon Estados-Prisiones rodeados de alambradas, si con líderes diferentes, en lugares distintos, en momentos históricos diversos, sucedió todo ese horror ¿No sería apropiado bajar de la loma, dejar un rato de sermonear al mundo, no enojarse, y no insultar al que afirma que hay algo podrido en la teoría misma?

1 Sobre la teoría del valor trabajo también puede ser de interés mi comentario en inglés al libro de Mariana Mazzucato “The Value of Everything(link)

2 Letters of David Ricardo to John Ramsay McCulloch p. 48

3 Se puede leer en castellano en este link, con algunas omisiones. Traducción completa en inglés en este link

4 Link a su libro Principles of Political Economy

martes, 9 de mayo de 2023

¿Pueden los jueces declarar inconstitucional la Constitución?

     La pregunta del título suena absurda, hasta contradictoria, y lo es. Si embargo voy a comentar un fallo que invalidó por inconstitucional un artículo de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires y que dejó abierta, al menos en el voto de uno de los jueces, la posibilidad de hacer lo mismo con la Constitución Nacional.

     El caso fue decidido en el año 2007 por la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires (link al fallo completo). En ese entonces el empresario Francisco de Narváez, ciudadano argentino pero nacido en Colombia, se presentaba como candidato para el cargo de gobernador de esa provincia. Ahora bien, el art. 21 de la Constitución provincial exige para ese cargo y el de vicegobernador “Haber nacido en territorio argentino o ser hijo de ciudadano nativo, si hubiese nacido en país extranjero”.

     La disposición tiene su equivalente en el art. 89 de la Constitución federal, que exige los mismos requisitos para los cargos de Presidente y Vicepresidente. Lo mismo hacen muchas otras constituciones, desde las de Brasil y México hasta las de los Estados Unidos y Finlandia.

     La Junta Electoral resolvió que no era irrazonable interpretar la norma provincial como si no estableciera el requisito, o dicho más directamente, que podía “interpretarse” que la norma decía lo contrario de lo que dice. Dos partidos políticos impugnaron la decisión y el caso llegó a la Suprema Corte de la Provincia. Con una disidencia, ese tribunal confirmó la decisión de la Junta Electoral y el candidato quedó así habilitado para presentarse a las elecciones.


El requisito constitucional

     La mayoría en la Corte consideró que al requerir que gobernador y vice hayan nacido en Argentina o sean hijos de ciudadanos nativos, el art. 21 arriba transcripto violaba los arts. 2 y 25 de la parte II del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

     La Argentina adhirió a ese pacto en 1986 pero siete años después además él fue dotado, junto a varios otros pactos y convenciones, de “jerarquía constitucional” en la reforma de 1994 (art. 75 inciso 22). Esa jerarquía es un tanto confusa pues si bien los artículos de la Constitución sólo pueden ser reformados o derogados mediante una Convención Constituyente, eso no es necesario con los pactos y convenciones del inc. 22 que según él dispone “podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo Nacional, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara” (“denunciados” significa que el país decide no ser más parte de los pactos y convenciones).

     Esta diferencia ha llevado a que académicos como Ricardo Ramírez-Calvo sostengan que los pactos en realidad no tienen igual jerarquía que la Constitución, sino que están por debajo de ella. Sin embargo, de modo que creo contradictorio el catedrático afirma que control de constitucionalidad y de “convencionalidad” no conforman categorías diferenciables que merezcan nombres distintos. Pienso lo contrario y sobre ese asunto sostuve un interesante intercambio de posteos en Twitter con el nombrado en el que puse como ejemplo real el fallo que ahora comento. En él tenemos una disposición que es contraria a un pacto internacional, pero acorde ―idéntica― con la Constitución Nacional.

     El fallo comentado tuvo la disidencia del juez Eduardo de Lázzari, quien precisamente señaló que no podía ser inconstitucional una disposición provincial que reproduce, palabra por palabra, otra contenida en la Constitución Nacional. Los demás seis jueces ignoraron el voto minoritario, es decir, prefirieron no abordar esa objeción. Esa táctica argumental es bastante común en los tribunales argentinos, sobre todo en los superiores. Los votos de los jueces son paralelas que no se tocan.


El razonamiento de la mayoría

     El primero de los votos que sostuvo la invalidez de la norma constitucional provincial fue el del juez Juan Carlos Hitters. Al igual que el profesor Ramírez-Calvo, afirmó que el control de convencionalidad se subsumía en el de constitucionalidad (punto IV.2.c). Pero en el mismo párrafo agregó algo más: que ambos tipos de control cobrarían autonomía si la validez a examinar fuera la de disposiciones de la propia Constitución Nacional por contraria algún pacto o convención de los de su art. 75 inc. 22. El juez no aclaró si asumía que eso era posible, es decir, que al incorporar un pacto internacional la Constitución estaría (¿inadvertidamente?) invalidando otra de sus propias normas.

     El juez Hitters señaló que el art. 2 inc. 1 de la parte II del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dispone que:

Cada uno de los Estados Parte en el presente Pacto se compromete a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción los derechos reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.

     ¿Y cuáles son esos derechos del Pacto que no admiten distinciones? Los indica el art. 25 de la misma parte II:

Todos los ciudadanos gozarán, sin ninguna de las distinciones mencionadas en el artículo 2, y sin restricciones indebidas, de los siguientes derechos y oportunidades:

a. participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos;

b. votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores;

c. tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país.

     En lo que atañe al caso, resulta que el Pacto prohíbe que el “origen nacional” o el “nacimiento” sean motivos que impidan que alguien sea elegido para desempeñar cargos públicos. El juez Hitters recordó que otra es la regla del Pacto de San José de Costa Rica, pues él sí admite que la nacionalidad imponga una restricción al derecho a ser elegido (art. 23 inc. 2). Sin embargo, el mismo Pacto de San José de Costa Rica aclara que sus reglas no deben ser interpretadas en el sentido de restringir derechos reconocidos en otra convención (art. 29 inc. b). De este modo, el criterio más igualitario del Pacto de Derechos Civiles y Políticos es el que correspondía aplicar.

     Parecería que eso bastaba pero el juez Hitters añadió un considerando quinto en el que afirmó que la incompatibilidad de las normas sólo añadía una presunción acerca de la ilegitimidad del requisito y que para declararlo inconstitucional debía analizarse la razonabilidad del medio empleado para alcanzar los fines que supuestamente tuvo la restricción al derecho a ser elegido. Comentó entonces opiniones doctrinarias y fallos judiciales norteamericanos pero evidentemente sin enteder su sentido.

     La comparación de medios y fines, los distintos niveles de “scrutiny”, la proporcionalidad, etc. desarrolladas por los tribunales norteamericanos son evaluaciones necesarias cuando no hay una contradicción directa y clara con una norma superior. Pues no cabe argumentar que si bien una disposición viola la Constitución, todavía hay que averiguar si sus fines razonables la tornan válida. La inadecuación de los fines se examina cuando es necesario determinar si de modo encubierto se intenta violar la Constitución

     Pero más allá de esa confusión del juez que no es menor en una Suprema Corte debe entenderse que el fundamento de su voto es que el requisito impuesto por la Constitución provincial para acceder al cargo de gobernador o vicegobernador está prohibido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

     El juez Eduardo Pettigiani adoptó un razonamiento peculiar. Consideró que la propia Constitución de la Provincia contiene en su art. 11 un precepto general favorable a la igualdad que permite dejar sin efecto la regla específica que establece un requisito para ser gobernador o vicegobernador.

     Previendo ese argumento, en su disidencia el juez de Lázzari había señalado que según un principio interpretativo de estricta lógica, la regla general no deroga la especial. El juez Pettigiani no estimó necesario abordar la objeción.

     La jueza Hilda Kogan coincidió con el juez Hitters y como él incluyó un análisis de proporcionalidad entre medios y fines, claramente improcedente en el caso. El juez Héctor Negri sostuvo que al interpretar la cláusula constitucional como si no estableciera el requisito que establece, la Junta Electoral había actuado razonablemente. Los conjueces Dominguez, y Natiello coincidieron en la solución mayoritaria.


El control de “convencionalidad”

     En mi breve intercambio en twitter con el profesor Ramírez-Calvo cité este fallo para señalar por qué no es exacto que control de constitucionalidad y “convencionalidad” sean lo mismo. Apunté que puede darse el caso, como el real que antes comenté, en que una norma convencional sea contraria, no sólo a la constitución de una provincia sino a la de la federal que la incorporó en su seno, casi como un bacilo que terminará destruyendo alguna de sus partes originarias. Por eso es necesario detectar que no son lo mismo.

     También incluí en ese intercambio el link a un viejo artículo en el que comenté, en inglés, el mismo fallo. Allí decía que las modernas convenciones de derechos humanos presentan un problema especial en los países federales. En tiempos remotos, cuando los tratados se ocupaban sólo de establecer fronteras y celebrar alianzas, había menos posibilidades de choques con la autonomía reconocida a las provincias. Pero las convenciones actuales versan sobre todo tipo de derechos y las más modernas no se limitan a los básicos o tradicionales sino que avanzan en derechos culturales, al ambiente, etc. Entonces ya es más probable, y hasta inevitable, que las convenciones limiten las autonomías provinciales de un modo más severo que el que resultaba de la Constitución del país federal.

     Podría sugerirse que como se invalidó un artículo de una “mera” constitución provincial, la cosa no es grave. Podría también pensarse que las constituciones provinciales son inferiores en rango a la federal, por lo que, incluso ante normas idénticas, sólo la inferior sería invalidada por los jueces.

     Ahora bien, ya es ilógico e injusto que se diga de dos normas iguales que una es válida y la otra no. Además tampoco es exacto que las constituciones provinciales sean inferiores a la federal, como si sus normas tuvieran una validez menor. Recordemos que las provincias son anteriores a la nación, que no pueden ser reducidas a un apéndice desechable, y que en su ámbito territorial se dan sus propias instituciones. Esa autonomía no incluye la posibilidad de renunciar al régimen representativo republicano (art. 5 C.N.), aclaración necesaria en estos días en que se contorvierte el abandono por dos provincias de reglas de sus propias constituciones.

     En el caso fallado en 2007 el candidato consiguió que la Corte provincial levantara la prohibición que contiene la propia Constitución local. Es extraño que la doctrina no haya mostrado interés por este fallo ¿Se cree acaso que el bacilo convencional no puede afectar la propia Constitución federal? Tengamos en cuenta que la Convención de Viena sobre los Tratados establece que un signatario no puede invocar las normas de su derecho interno para incumplir un tratado, convención, o pacto. En el “no invocar” se incluye todo, no se excluye la propia Constitución. Claro que uno debería poder asumir que antes de firmar un tratado sin reservas las autoridades harán un estudio de compatibilidad, como mínimo con la Constitución federal. Evidentemente no es realista asumir eso en el caso argentino.

     En el fallo analizado la norma invalidada era (¿o es?) parte de una constitución provincial. Ahora bien, ocurre que, como lo apuntó el voto disidente, esa norma tiene su equivalente exacto en la Constitución federal, que con el mismo criterio podría ser sometida al control de su “convencionalidad” o si se quiere borrar sus diferencias, de constitucionalidad.

     En tal caso, como lo sostuvo en su voto el juez Pettigiani, una parte de la Constitución podría ser usada para invalidar otra.

     El propio Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no ayuda mucho a resolver esos problemas. Es que prevé dos soluciones diferentes: por un lado dice que:

Cada Estado Parte se compromete a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones del presente Pacto, las medidas oportunas para dictar las disposiciones legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos los derechos reconocidos en el presente Pacto (Parte II, art. 2, inc. 2)

     Esto permite seguir los procedimientos que las propias constituciones establecen para su reforma. Pero por el otro lado el Pacto da a cada persona agraviada derecho a interponer un recurso para que se subsane la violación (inc. 3 del mismo artículo). Sería interesante ver qué hace la Corte federal con un recurso contra la Constitución federal.