Argentina no ha tenido crisis
más graves que otros países. En lo que sí destacamos es en nuestro gusto por
las soluciones falsas a esas crisis.
No somos los argentinos los
únicos que hemos tenido empresas funcionando a pérdida, crecimiento del crimen,
o inflación. Otros han enfrentado esos problemas, lo que nos distingue es que nosotros
hemos preferido ocultarlos.
Veamos el ejemplo de Alemania. A
pesar de su presente brillante, es claro que su historia está llena de desgracias.
Sin embargo, son desgracias de las que aprendieron. Tuvieron hiperinflación
cuando en 1923 su gobierno imprimió cada vez más marcos para comprar moneda
extranjera. Pero ya para fines de ese mismo año aplicaron la solución obvia:
dejaron de imprimir dinero sin respaldo. Jamás volvieron a cometer ese error.
Mucho después, la reunificación
con la Alemania
del Este trajo otros enormes problemas. Gran parte de las empresas de la Alemania comunista se
mantenían a pérdida, la red telefónica fallaba y las rutas carecían de
mantenimiento. Hubo que hacerlas prácticamente de nuevo. Se privatizaron unas
14.000 empresas de la
Alemania comunista; con el gobierno alemán asumiendo sus
deudas; de otro modo nadie las hubiera comprado. La fábrica Buna, que en su
momento fue la firma química más grande del mundo, se vendió en parte a una
empresa norteamericana, y en parte a otra rusa. Miles de trabajadores perdieron
su puesto. Nada de eso fue fácil o sin resistencia. Basta recordar que el
director de las privatizaciones fue asesinado en Dusseldorf. Fue una crisis sí,
pero las soluciones que adoptó Alemania no eran la reedición de los viejos
errores.
Eso es diferente en Argentina.
Aquí cada crisis es una oportunidad para intentar otra vez lo que ha fallado
siempre.
Por supuesto que, en vista de
mi trabajo en una humilde posición de la administración de justicia provincial,
no incursionaré en cuestiones políticas. Sin embargo, creo útil dedicar algunas
reflexiones a una de esas ideas equivocadas que tanto atraen a nuestros
dirigentes, sean del partido que sean: todos nos dicen que desean planes o
políticas “de largo plazo”. Nos aseguran que tenemos que decidir (¿por unanimidad por mayoría simple?) qué modelo de país queremos (ya es una frase hecha), y mantenerlo sin importar los resultados electorales. En vista de los perjuicios que ocasiona el
cambiante marco jurídico en Argentina, casi todos los dirigentes insisten en
que el problema se soluciona adoptando un modelo y políticas de largo plazo.
Cada vez que ven acercarse un
micrófono, los dirigentes explican que se necesitan planes estatales que vayan más allá
de la duración de un gobierno. Es decir, metas y medidas específicas que
continúen en la misma dirección, sin importar cuál es el partido que gobierna.
Los planes fallan porque son de corto plazo, nos dicen. Y agregan que cada
gobierno impone los suyos cuando debería seguir con los del anterior. Todos
proponen esa solución, y casi no hay día en que no se escuche a algún dirigente
repitiéndola. En eso todos coinciden. Es un error.
Se trata de un gran error
conceptual porque lo estable no pueden ser los planes o políticas, sino el
marco jurídico general. Hay una distinción básica -que todavía no se ha
entendido en Argentina- entre dos cosas completamente diferentes (e incluso
opuestas):
a) un marco de reglas
permanentes que no fijan política alguna para el país entero o para una región,
sino que permiten que cada persona forme sus proyectos de largo plazo, se
asocie con otros, contrate, invierta, cometa errores y aciertos, con la
seguridad de que esas decisiones serán respetadas por todos los gobiernos. En todo
caso serán sus errores y aciertos, y no los que le impone un gobierno
b) un plan con objetivos y
preferencias “colectivas”, que se imponen a todos. Por ejemplo, que se invierta
más en acero que en circuitos electrónicos, que las industrias se radiquen en
el sur (o en el norte), que se alcance la independencia energética para tal
fecha, que se importen productos de tal país y no de otro, que determinados
cortes de carne se mantengan baratos. Y así con cada actividad, necesidad, y
deseo imaginable.
La seguridad jurídica y
estabilidad que tanto se pregonan son posibles y se logran con el primer
sistema. El segundo es una ilusión, que se hace peor cuando se lo intenta hacer permanente, y lo malo es
que cada vez que falla se cree que la causa consiste en que los gobiernos debieron
haberse mantenido en la misma línea que sus antecesores.
La búsqueda afanosa de una constancia ya alcanzada
Las leyes cambian. Pero las
políticas muy generales se han mantenido a pesar de los cambios de gobierno,
diría que con más constancia (u obstinación) que en otros países. Por
contraste, lo que ha fallado es la constancia en las leyes básicas, como las
que regulan contratos o establecen qué es lícito y qué ilícito.
Es inútil clamar por más
constancia en las políticas generales. La Argentina es uno de los países más tercos, más
persistentes en sus direcciones históricas. Por ejemplo, por más de medio siglo, y con la sola excepción
de la década del noventa, todos los gobiernos argentinos han usado la emisión
monetaria, sea como impuesto irregular, sea para reducir los costos
salariales, sea para aliviar a los deudores. La descomunal emisión de
billetes es una política casi constante en la historia argentina.
También en la política exterior
hay constancia (o terquedad, según se juzgue). De nuevo con excepción de los
años 90, todos los gobiernos argentinos han estado más cerca de los países
subdesarrollados latinoamericanos, africanos o asiáticos, que de los
desarrollados. Para dar un ejemplo más preciso: más cerca de los árabes que de
Israel. Uruguay y Brasil votaron en 1947 en las Naciones Unidas a favor de la
creación del estado de Israel. Argentina se abstuvo. Esa fría relación ha sido
una constante de la política exterior argentina que va más allá de los cambios
de gobierno.
También en materia penal y
seguridad se da una constancia que va más allá de los cambios de leyes. En la
opción entre los sistemas de a) penas leves pero seguras, y b) penas severas
pero aleatorias, Argentina siempre ha elegido el segundo sistema.
En su obsesión por los planes
colectivos, e ilusionados por la sugerencia de que serán la solución para
nuestros tantos males, muchos argentinos han dejado de advertir que esa meta
tan buscada ya se ha alcanzado hace muchos años
Es cierto que sólo hemos tenido
planes concretos (con cifras y fechas) por cortos plazos. Pero si de tendencias
generales se habla, pocos pueblos han persistido más en sus políticas.
La era de los planes
En nuestros días, el principal
atractivo del “sistema” (o ilusión) de las políticas “de largo plazo” reside
(curiosamente) en su vaguedad. Cuando se dice que el plazo debe ser “largo”, no
se cree necesario especificar cuánto. Por ejemplo, cuando se insiste en que hay
que proteger a las industrias nacionales con subsidios y prohibiciones de
importación, por un tiempo, hasta que logren establecerse, ser competitivas y
no depender de la protección, no se cree necesario especificar si se habla de 5
o 6 años, 5 o 6 décadas, o 5 o 6 siglos.
Claro que sin ser específico no
se puede hablar de políticas o planes, sino en todo caso de deseos o ilusiones.
Por supuesto que el mundo
conoció la era de los planes verdaderos (con
cifras y fechas), y también Argentina. Generalmente eran planes quinquenales.
Se decía que había que conseguir tantas toneladas de acero, fabricar tantas
miles de turbinas, formar tantos miles de técnicos, construir tantos monoblocks,
y tantos kilómetros de rutas. Todo con una indicación acerca del tiempo en el
que había que hacerlo. La Unión Soviética
tuvo sus planes quinquenales, y también Argentina bajo el gobierno del general
Perón. Hitler tuvo planes cuatrienales. Bajo Mao, China tuvo planes de un año. Y
al año siguiente el plan era más ambicioso. El partido decidía que tal distrito
debía producir tantas toneladas de trigo o acero, y se encargaba de administrar
el castigo a los que no cumplían con la meta.
Esa época llegó a su fin hace
mucho tiempo, y no es probable que alguien retorne a ella. Las metas rara vez
se alcanzaban, las estadísticas se arreglaban, y (lo que es más fundamental)
cuando los planes se cumplían, era
frecuente advertir que hubiera sido mejor dedicar esfuerzos a otra cosa.
La mayor parte del mundo desarrollado
ha adoptado la solución del marco legal estable y respetuoso de las decisiones
individuales. En Argentina sin embargo, se ha hecho popular la vana idea de los planes
colectivos a través de hacerla borrosa.
Ahora nuestros dirigentes insisten en que hay que tener “metas de largo plazo”,
pero sin decir en qué consisten, y sin decir cuál es ese plazo.
La ventaja de la vaguedad es que
no obliga a elegir entre opciones que gustarían a algunos y enojarían a otros. Mientras
no se defina nada, cada cual puede imaginar que las metas que se habrán de
adoptar serán las que él cree importantes. Todos de acuerdo…hasta que haya que
ponerse de acuerdo.
Todos asumimos un serio compromiso…con
la indefinición.
Un marco legal para Argentina
Con la excepción de algunos ideólogos
setentistas que despreciaban la
seguridad jurídica como un prejuicio burgués, casi todos reconocemos que es
necesario contar con un marco legal estable. El problema es que no siempre
sabemos en qué consiste.
Como antes dije, hay dos formas
de organizar la vida de un país. Con leyes imparciales y permanentes, o con
órdenes que se van cambiando según la necesidad. Ejemplo de lo primero fueron
nuestra Constitución Nacional y nuestro Código Civil. Ejemplo de lo segundo son
las leyes de suspensión de juicios contra el estado o contra particulares, las
leyes de consolidación de deudas, las regulaciones cambiarias, las aduaneras, y
muchas otras que cambian cada mes o cada semana.
Una de las características de
las leyes que se conciben para permanecer mucho tiempo es que se apoyan
fuertemente en la responsabilidad de cada individuo. El Código Civil no le dice
a nadie qué tiene que comprar, cuánto, y a qué precio. Es imposible hacer eso
si la ley está destinada a regir décadas, y no semanas. Por eso el Código Civil
simplemente traza reglas para el contrato de compraventa, y cada persona adulta
deberá decidir para qué contrata. Su acierto o su error son suyos, no de la
ley.
Las leyes clásicas asumían que
la prosperidad de un país la hace su gente ¿Cómo prospera una nación? Alguien
encuentra un modo más rápido de producir algo, alguien brinda un servicio que
nadie daba, algunos encuentran trabajo en esas nuevas empresas, otros venden
las máquinas que se necesitan en ellas, y otros la comida y el transporte que esos
trabajadores necesitan. Claro que también habrá algunos emprendimientos que
fallarán, trabajos que se perderán, etc. Pero las leyes clásicas partían de un
optimismo básico: asumían que la nueva riqueza creada será mucho mayor que la
perdida; que las nuevas oportunidades serán mucho más grandes que las antiguas,
que los triunfos serán muchos más que las derrotas. Ese optimismo no era ciego,
ni era equivocado: en el siglo XIX la producción de bienes aumentó como jamás
antes. Más importante todavía, se crearon bienes que jamás habían existido.
Enfermedades que eran el terror de los siglos anteriores fueron vencidas. Y la
prueba final del progreso es esta: la población creció como nunca antes. Es
decir, menos gente murió de hambre y frío en los primeros años de vida.
Sin embargo, en los años 20 del
siglo XX muchos pensadores abandonaron ese optimismo e imaginaron que había un
sistema incluso mejor para progresar. Lo tomaron de las fábricas. Ellos notaron
que las fábricas trabajaban según un plan, con metas numéricas, y plazos para
cumplirlas. ¿Por qué no hacer lo mismo con el país entero?
El gobierno (al que preferían
llamar Estado) diseñaría ese plan. Al comienzo se pensó que era indispensable
que el gobierno mismo tomara la dirección de todas las fábricas. Así sucedió en
la Unión Soviética.
Luego se advirtió que eso no era necesario, sino que bastaba con que el
gobierno a través de su plan tuviera el poder de ordenar a todos qué y cuánto
producir. Así ocurrió en la Alemania Nazi
y en la Italia
fascista.
La idea se ha reflotado en ese
Parque Jurásico de las ideologías que es la Argentina actual. Pero
los planes se han hecho aceptables a fuerza de hacerlos imprecisos, meras
aspiraciones. Claro que entonces se confunde la fijación de políticas con la
enumeración de deseos. En otro artículo di un ejemplo de esta distracción
placentera pero inútil: algunos políticos argentinos acordaron recientemente “políticas
de largo plazo”, entre ellas lograr pleno empleo y educación de calidad para
todos. Creyeron necesario dejar establecido ese acuerdo por escrito, firmarlo,
y presentar ese documento al público, para que nadie albergue la duda de que
ocupan su tiempo en definir cuestiones complejas que hasta ahora no habían sido
abordadas.
Creo que Argentina no necesita
buscar un marco legal; ya tiene uno desde que nació como país. Lo difícil ha
sido conseguir que se lo respete. En esa tarea, las políticas “de largo plazo”,
las “políticas de Estado” son una distracción inútil.
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