sábado, 31 de diciembre de 2011

Películas de una vida: Barry Lyndon y Beau Brummel



Viejo y pobre, Beau Brummel recibe la visita de su primer amor


Acabo de ver Beau Brummel, una película de 1924 con la actuación de John Barrymore y Mary Astor. La película es muda, pero tiene una muy buena música, muy diferente a la pianola que algunos creen necesaria para todo film mudo. Que la película sea muda, que los diálogos sean mediante carteles con texto, le da algo que las películas con sonido no tienen. Por supuesto que no tengo nada contra las películas sonoras. Cómo podría desear nunca haber escuchado la hermosa voz de Margaret Sullavan (en The Good Fairy) o la voz rasposa y maravillosa de Barbara Stanwyck (en The Great Man’s Lady), y (para no mencionar sólo atrices) la voz de George Brent, el galán más gentil en la historia de Hollywood (en Baby Face).

Sin embargo, las películas mudas tienen algo que también tienen los libros. Algo menos que a la vez es más. La mente viaja más libre con menos lastre. Fíjense en los recuerdos que tenemos de paisajes en los libros, o de personajes. Si me preguntan de qué color era el cabello de Tess o de Eustacia Vye sabré responder que negro, una melena oscura que describía con admiración –con toda la razón del mundo- Thomas Hardy en sus novelas Tess of the Ubervilles y El retorno del nativo. Pero si me preguntan de qué color eran sus vestidos, o si el respaldo de la silla en la que sentaban estas bellezas era bajo o alto, no sabré responder. No estaba dicho en la novela, y esos detalles no eran necesarios. Las descripciones y los recuerdos de Tess o de Eustacia se refieren a otras cosas, menos definidas que el color de un vestido, pero seguramente más importantes. A menudo sucede que una pintura es más bella con menos detalles que con más.

En una película esa abstracción es imposible. Está todo a la vista. Sin embargo, en el cine mudo el sonido queda para la imaginación. O mejor dicho, para esa zona brumosa que se parece tanto a los sueños y a los recuerdos de la niñez.
Pero volvamos a Beau Brummel. Es una película de una vida, desde la juventud hasta la muerte. En eso se parece a Barry Lyndon, dirigida por Stanley Kubrick en 1975. Ambas también se parecen en el hecho de que la vida que transcurre ante nuestros ojos no es la de un gran hombre. Beau Brummel es menos irónica que Barry Lyndon,  pero ambas consiguen mostrar esa cosa grandiosa que tiene la vida, incluso la vida de un hombre que dista de ser admirable.
Apreciar Beau Brummel es más difícil porque nos lleva a una época del cine más lejana y distinta que Barry Lyndon. Pero por eso mismo la aventura de intentarlo es más fascinante para la mente y para el corazón. De entrada hay que tirar el lastre de todo lo que tenemos incorporado en cuanto a cine: los actores lucen diferentes, las escenas son distintas, el ritmo no es el que vemos en el cine de estos días. Por ejemplo: los hombres usan maquillaje. Creo que eso viene de una tradición muy antigua. Viene del teatro, en el que los gestos debían poder ser apreciados incluso por los que estaban sentados en las últimas filas. El cine hace que la cámara se pueda acercar a centímetros del rostro de los personajes. El pequeño movimiento de boca, la mirada significativa, la ceja arqueada, les llega también a los de la última fila del cine. El teatro no permitía ese truco, y el maquillaje debió ser una solución necesaria. A mí no me molesta, es parte de la aventura de adentrarse en un mundo estético distinto.
Más profundo todavía, más difícil para nuestras mentes modernas, es entrar a un mundo que tenía menos cinismo. La devoción y el honor eran palabras que no sonaban a hueco. El cariño de Mortimer, el viejo criado y amigo del Beau Brummel, no necesitaba ser lavado con ácido crítico. Al final de su vida, el criado ayuda con dinero a su señor empobrecido. Eso era simplemente parte del amor que no necesita ser justificado. También vemos con sorpresa que el abrazo entre un hombre pobre y una niña rica no necesitaba de una perorata sobre la injusticia social. Era un abrazo entre dos personas que se quieren, no un símbolo político.

Todo eso es extraño e incluso chocante a los ojos del espectador moderno. Sin embargo, quien logre sumergirse por un momento en ese mundo distinto, creo que disfrutará mucho, y aprenderá mucho.
En algunas escenas se ve al Beau Brummel arreglándose el pelo y la ropa luego de alguna derrota. No creo que eso deba verse como si él pusiera en igual lugar a su corbata y a su amada. Un hombre bello, como una mujer hermosa, puede consolarse un poco de sus desgracias con su imagen en el espejo. Es una debilidad humana, pero no de las peores.
Barry Lyndon es más cercano a nosotros, y es por supuesto más cínico que Beau Brummel. El Beau, incluso en su pobreza y desgracia, era consciente de principios morales de los que Barry Lyndon parece no haber tenido noticia. Se parecen sin embargo en el hecho de que ambos se convierten en seductores expertos luego de un desengaño amoroso de juventud. Y así sucede en verdad a menudo en la vida de hombres y mujeres.
Barry Lyndon logra mostrar la grandeza que existe incluso en una vida más sórdida que la del Beau. Lo consigue en gran parte con la belleza de la imagen y la música. Es una película en la que cada escena parece un cuadro. La música hace que una conversación en una pobre cabaña entre un hombre y una mujer que nunca se verán de nuevo se revele como lo que es: un gran momento de la vida.

Aquí y allá están las observaciones sarcásticas de Thackeray, el autor de la novela en la que se basa Barry Lyndon, que ya era un adelantado a su época en cuanto a pesimismo se refiere. Esas frases irónicas parecen pedir disculpas por la grandeza de Barry Lyndon.
En Beau Brummel no se ve la necesidad de pedir disculpas. La belleza es también efímera, unos momentos en una vida. Pero no pide disculpas. Por eso, de entre estas dos maravillas, es la que prefiero.

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