miércoles, 6 de julio de 2011

¿Es el realismo jurídico la doctrina dominante en Argentina?

     Mi respuesta a la pregunta del título es que sí, que el realismo jurídico se ha convertido en la doctrina dominante en la Argentina. Es el punto de partida de la interpretación de la ley. Al decir esto, no me refiero a su dominio en las cátedras de Filosofía del Derecho, en las que el realismo se enseña más como una curiosidad que como una teoría aceptable. El dominio del realismo jurídico se advierte sin embargo en la práctica: en las sentencias de los tribunales, y en los razonamientos de los juristas que cultivan disciplinas más directamente ligadas a la interpretación de la ley.    Civilistas, penalistas y constitucionalistas permanecen aferrados a nociones que los filósofos del derecho ya abandonaron hace varias generaciones.
     Frecuentemente uno descubre que detrás de una controversia que parece versar sobre un asunto del Derecho Civil o del Penal, hay un desacuerdo más básico que se refiere a la función de la ley y de los jueces. Decía el historiador francés Jean Touchard que una cosa es la evolución de los grandes sistemas del pensamiento político, como los de Aristóteles, Kant, o Popper, y otra (no menos relevante) es la de las ideas -a veces brumosas y contradictorias- que impulsan a millones de hombres y mujeres en distintas épocas. El dominio que estas ideas ejercen sobre los sucesos históricos no se revela tanto a través de su discusión y afirmación explícitas, sino -al contrario- porque ellas son asumidas implícitamente como el punto de partida de toda controversia. Esto no quiere decir que el pensamiento filosófico más profundo sea irrelevante, pues suele comprobarse que las ideas en boga en cada momento son las hijas (a veces bastante feas) de alguna doctrina sistemática que reinó una o dos generaciones atrás entre los filósofos.
     Creo que algo parecido ocurre en el Derecho, y en nuestro país.  Esto demostraría una vez más el grave error que comete quien se cree un hombre práctico porque renuncia a examinar los conceptos generales. Alguien dijo alguna vez que los hombres prácticos que desdeñan las teorías generales acaban generalmente repitiendo las teorías de sus abuelos. Y agrego yo, el abogado que afirma estar más allá de las teorías jurídicas, acaba  repitiendo las teoría que escuchó alguna vez en su juventud, y que quizá sólo entendió a medias. Esto no es tan malo si la teoría es racional y ha sido aprobada por la experiencia. Desgraciadamente, hoy nuestro pensamiento jurídico repite (o más bien, asume), las ideas de una de las escuelas jurídicas más absurdas del siglo XX, un siglo que por cierto abundó en absurdidades, algunas rídículas, otras trágicas.


El realismo, descripto por uno de sus inventores

     El realismo jurídico tuvo su breve período de auge en los años 30 del siglo pasado, y ya se podía considerar contundentemente refutado en los años 60 del mismo siglo. Esto no es sorprendente: lo asombroso es que en algún momento alguien lo haya presentado seriamente como si fuera una teoría jurídica. El realismo es en verdad la negación de que el Derecho exista. Los realistas creyeron haber descubierto que, entendido como regla general y de cierta permanencia, el Derecho es una quimera. Lo único que existe objetivamente son las sentencias que dictan los tribunales en cada caso.
     Jerome Frank, uno de los creadores del realismo en los Estados Unidos, explicó con un ejemplo imaginario en qué consistía el realismo (cito de su artículo: Legal realism, publicado en 1930): una empresa desea demandar a otra para librarse de su competencia. El abogado de la primera empresa advierte que según el criterio imperante en los tribunales estaduales en la que ambas firmas desarrollan su actividad, la demanda sería infructuosa: la jurisprudencia se ha pronunciado en favor de la libre competencia. Sin embargo -dice el abogado- hay una solución: cambiar el domicilio legal a otro estado, lo que convierte al asunto en federal, y se tiene entonces otro criterio -el de los tribunales federales- enteramente favorable a la demanda que se quiere iniciar ¿Es seguro el plan? preguntan los clientes. Nada es seguro en derecho, responde el abogado. Los clientes deciden arriesgar para desembarazarse de sus rivales, cambian el domicilio legal y, como el abogado predijo, ganan el juicio en primera instancia, en jurisdicción federal. Sin embargo, la empresa rival apela, y el abogado tiene serios temores sobre el criterio que pueda adoptar la Cámara de Apelaciones Federal. Por suerte para él, la deción es confirmada. La incertidumbre se cierne de nuevo sobre el asunto cuando la empresa vencida lleva el asunto a la Suprema Corte de los Estados Unidos. Allí, por estrecho margen, y con la disidencia de tres de sus jueces más renombrados, el recurso es rechazado.
     Ahora bien, pregunta Jerome Frank ¿qué decía la ley sobre el asunto? La respuesta -afirma Frank- depende del momento en que se haga la pregunta. Si se la hacía antes de que la primera empresa cambiara el domicilio, se debía responder que la ley estaba claramente en contra de las restricciones a la libre competencia. Si la pregunta se hacía después del cambio, la repuesta era que la ley era dudosa sobre la libre competencia.
     Muchos habrían pensado que la solución era la misma que si se hubiera demandado en los tribunales estaduales, y hasta hubieran apuntado que los tribunales federales rechazarían el burdo truco sugerido por el abogado. También podrían haber sostenido que incluso si el asunto llegaba a ser admitido en los tribunales federales, la ley aplicable sería la estadual. En realidad -dice Frank- hay que responder que la ley no estaba firme hasta que la Suprema Corte decidió el asunto, y aclara que también era dudoso que los demandados tuvieran la energía y el dinero para llevar el caso a la Corte (factor que Frank parece considerar a la par de la ley). Nadie podía saber lo que decidirían los tribunales. Hablar de reglas legales aplicables a la controversia, o de los derechos firmes de las partes, es mera palabrería. Si dos jueces más hubieran adherido al voto de la minoría en la Corte, "la ley", hubiera tenido el sentido opuesto. Luego de la sentencia los derechos sí eran definidos, pero esto es simplemente por el hecho de que no había apelación posible.
     Con base en este ejemplo, Frank postula esta definición del derecho: el derecho, o la ley, es para una persona determinada y sobre una serie concreta de hechos, lo que una corte decida sobre ese asunto. Antes de la sentencia no hay derecho, sólo hay predicciones.
     Es para mí bastante claro que el realismo es una teoría sobre el Derecho, pero sólo el mismo sentido en que el ateismo es una teoría sobre la religión. Adviértase que para Frank, y para los realistas, no hay ley general, aplicable a todos por igual, sino que el derecho varía de persona en persona. E incluso para cada persona, no hay derecho alguno sin un juicio: el derecho recién existe cuando se lo declara en un tribunal. Ahora bien, queda en tal caso un pregunta pendiente, que los realistas en general han preferido eludir. ¿Por qué motivo dicen ellos que luego de la sentencia sí hay derecho? ¿Qué cosa se ha añadido entonces, y que antes no había? Es el ejercicio de la fuerza. Mala o buena, fundada o discrecional (acaso determinada por una mayoría exigua), la sentencia que ya no se puede apelar está apoyada por la fuerza del Estado. El derecho es lo que diga quien tiene ese poder. Pretender sujetarlo a leyes es, para usar la expresión de Frank, mera palabrería. El realismo jurídico es el reflejo en el Derecho de esa visión -tan común en momentos de debilidad y de estupidez- que no cree en nada, salvo en la fuerza y el poder.
     Además de la flaqueza moral, el realismo jurídico tiene por base esa cortedad de miras que solemos llamar deformación profesional. El juez y el doctrinario se acostumbran a pensar el derecho como si fuera una cosa limitada a los juicios que los ocupan todos los días. No advierten que mucha gente nace y muere sin jamás pisar un tribunal, pero que esa gente (tanto como los profesores y jueces) hace contratos para comprar sus casas, hace depósitos bancarios, alquila, viaja, integra sociedades, se casa, compra computadoras, pantalones y manzanas. Nada de esto se basa en predicciones sobre las interpretaciones que alcanzarán mayoría entre los jueces sentados en alguna Corte federal; en verdad, cuando tenemos que hacer esas conjeturas, es que las cosas empiezan a andar mal. Pensar que millones de personas organizan su convivencia al predecir adecuadamente lo que harán los cuatro o cinco jueces que formen la mayoría en cada juicio, es elevar una deformacion profesional al rango de teoría jurídica.


El realismo de respetar la ley

     La paradoja del realismo jurídico, como la de tantos otros realismos aparentemente basados en los hechos objetivos, es que sólo pasa a ser cierto si se cree en él. Si un pueblo se convence de que no existe otra cosa que el poder, si cree que las apelaciones a la razón y al respeto son palabrerío, entonces es seguro que la vida de ese pueblo no será otra cosa que una lucha descarada por el poder. Y al contrario, los pueblos que -con ignorancia de las enseñanzas de los realistas- creen que el respeto a las leyes es posible e incluso necesario, suelen tener una vida mucho más próspera y feliz.  En verdad, si hay acaso una lección que aprender de la historia, es que respetar las leyes es la verdadera opción realista. No hay modo práctico de organizar siquiera las actividades más simples sin reglas claras, que todos respetan, empezando por los que tienen los puestos más altos. El juez que se entusiasma con las múltiples sendas que le abre el realismo para eludir las reglas que -según él cree- obstaculizan su deseo de hacer lo que a él le parece justo, sabe sin embargo que para manejar su propio juzgado necesita reglas firmes y claras, y que si quiere que otros las respeten, debe dar el ejemplo, y respetarlas él mismo. El doctrinario que se empeña en remover de la mente de sus alumnos la idea "simplista" de que los jueces deben dictar sentencia en leal obediencia a la ley, sabe por experiencia lo que pasa en su propia facultad cuando las reglas dejan de ser respetadas. ¡Y estamos hablando de instituciones con una finalidad específica, de grupos humanos que comparten algunas horas y tareas por día! ¡Cúanto más absurdo (cuán poco realista) es desconocer la necesidad de reglas previas y ciertas cuando lo que se trata de organizar es la compleja vida de una nación!
     Allí conviven millones de personas que tienen -como es natural y saludable- finalidades distintas. Ningún país, ni siquiera una facultad o un juzgado de primera instancia, puede funcionar bien si lo único que tiene son algunas predicciones inciertas acerca de lo que se les habrá ocurrir hacer a quienes tienen el poder de decidir. Podrá alegarse que hay instituciones educativas que funcionan de ese modo, y que hay tribunales en los que la prepotencia y la maniobra han reemplazado al respeto mutuo entre jueces, funcionarios y empleados. Si acaso esto es cierto, también lo es que el resultado práctico obtenido de ese modo es malo, e incluso vergonzoso.
     Sabemos que las críticas basadas en la moral no afectan al realismo, pues sus defensores nunca han pretendido tener alguna base moral. Sin embargo, es importante señalar que el realismo carece también de la única cualidad que se adjudica a sí mismo: no es ni siquiera realista. Vayamos entonces a las enseñanzas de la historia, y veamos cuán diferentes son a las de ese pasatiempo académico que hábilmente decidió llamarse realismo jurídico. Examinemos uno de los mejores ejemplos que pueden encontrarse de un análisis verdaderamente realista: el del historiador y parlamentario inglés Lord Macaulay. La justa fama del genio de Macaulay tiene un revelador testigo en Arthur Conan Doyle, el creador de las conocidas historias de Sherlock Holmes. Conan Doyle viajó por primera vez a Londres, la capital de su país, siendo un muchachito. Cuenta que lo primero que hizo en la ciudad fue dejar las valijas, y luego ir a ver la tumba de Macaulay.
     Pues bien, Macaulay analizaba así la diferencia entre la organización constitucional de la Edad Media y la de un país moderno.  Dice Macaulay que los límites al poder real no necesitaban ser fijados con precisión en la Edad Media, pues el pueblo contaba entonces con un medio muy eficaz para ponerle coto. En ese tiempo no había ejércitos permanentes, sino que los labriegos dejaban sus arados, los nobles dejaban sus cacerías, y seguían al rey en la guerra. Las armas y el entrenamiento de los hombres que rodeaban al rey no eran muy distintos de los que tenía cualquier hombre del reino. El rey sabía que no podía pisotear descaradamente los antiguos derechos de sus súbditos, pues era consciente de que ellos podían transformarse en soldados, y marchar en su contra, en cuestión de horas. Si bien había abusos graves, y si bien los derechos no estaban claramente definidos, el hecho de que las espadas y las lanzas estuvieran en manos de todos era un límite que ningún rey podía desconocer por mucho tiempo. Y a lo dicho por Macaulay agrego por mi parte: el recuerdo de la importancia histórica de esta garantía es lo que explica que el derecho de los cuidadanos a portar armas ocupe un lugar destacado en la Constitución de los Estados Unidos, nada menos que en el segundo de sus artículos.
     Pero la realidad cambió, y ese límite desapareció -explica Macaulay-, con la creación de los ejércitos modernos. El ejercito dejó de reunirse temporariamente para una empresa guerrera, y pasó a tener unas armas y un entrenamiento que dejaban sin chance alguna a los ciudadanos encargados de atender su almacén, su banco, o su panadería. Y entonces dice Macaulay:
     "Como nuestros ancestros tenían contra la tiranía una muy importante garantía de la que nosotros carecemos, ellos podían prescindir sin peligro de garantías a las que nosotros, con justicia, les damos la mayor importancia. Como nosotros ya no podemos, sin riesgo de males de los que la imaginación se aparta, emplear la fuerza como un control del mal gobierno, es evidente que es sabio mantener todos los controles constitucionales en su máximo estado de eficiencia, vigilar celosamente el mero comienzo de los desbordes del poder, y nunca dejar pasar irregularidades, incluso si son inofensivas en sí mismas, so pena de que adquiran la fuerza de precedentes. Cuatrocientos años atrás, esta vigilancia minuciosa bien podría haber sido vista como innecesaria. Una nación de rudos arqueros y lanceros podía, con poco riesgo para su libertad, dejar pasar algunos actos ilegales del príncipe si su administración en general era buena, y si su trono no era defendido siquiera por una companía de soldados regulares".
     Este es un análisis del poder político, y de la fuerza armada que lo sustenta. Si alguien tiene alguna duda de su relevancia constitucional, que repase algo de la historia argentina. Se comprueba, si alguna prueba faltaba, que el realismo jurídico no inventó nada nuevo, que no vino a superar un análisis meramente dogmático, sino que él ya existía (y de mejor calidad)  mucho antes de que algún profesor de derecho tuviera la ocurriera de sorprender a sus alumnos con alguna descripción, más divertida que real, de la vida del derecho. El verdadero realismo campea en el análisis de Macaulay que acabo de transcribir. Dice él en la misma obra: "Una larga experiencia nos ha enseñado [a los ingleses] que es peligroso parmitir que alguna violación de la constitución pase sin ser advertida". Al contrario de lo sostenido en sus conferencias por los así llamados "realistas", el respeto de reglas previas y ciertas, incluso la insistencia puntillosa sobre ellas, no es una muestra de formalismo, sino el resultado de un largo aprendizaje de quienes vivieron y lucharon en el medio de épocas turbulentas.


El realismo en el derecho constitucional argentino

     La convicción de que el derecho es lo que los jueces digan que es (o mejor, lo que diga la mayoría en el tribunal que tenga la última palabra en ese asunto) campea hoy en la interpretación doctrinaria y jurisprudencial del derecho constitucional argentino. Veamos un ejemplo en el libro que Genaro Carrió dedicó al recurso extraordinario por sentencia arbitraria. El afamado jurista nos dice que no ha encontrado ningún principio rector que dé razón de todos los supuestos en los que la Corte federal ha ingresado a tratar temas de derecho común o local. Por ese motivo, su libro consiste fundamentalmente en una enumeración de diversas situaciones en las que -de hecho- la Corte ha revisado cuestiones que, como ella misma lo reconoce, normalmente están fuera de su competencia. Dicho esto sobre la falta de un principio o regla, el autor aclara que no ingresará al tema de si acaso esta auto-atribución de nuevos poderes por la Corte es correcta o no. Explica el motivo para esta limitación del siguiente modo: "Éste es un libro de jurisprudencia expositiva, por oposición a un ensayo de jurisprudencia crítica o censoria. Con esto queremos decir que no nos hemos propuesto valorar el derecho vigente, sino sólo exponerlo. La tarea de valoración presupone la de descripción. Si no se distinguen ambos niveles del discurso pueden sobrevenir calamidades." (asumo que al calificar su obra como "jurisprudencia expositiva" Carrió usa la palabra "jurisprudencia" en el sentido anglosajón, es decir, como ciencia o exposición del derecho. Así se confirma al ver que a renglón seguido se refiere a su decisión de exponer "el derecho vigente" -y no meramente sentencias).
     Yo hubiera asumido que la mera exposición del derecho vigente debe necesariamente abarcar la cuestión de si la creación pretoriana que se ha decidido estudiar es acorde con los límites que expresamente señala la Constitución. Es más: ese es, creo, el primero y el principal de los asuntos. La Constitución también integra el derecho vigente, y ella dice que los juicios de derecho común terminarán en jurisdicción provincial (art. 75 inc. 12, reserva que se reitera en el art. 116). Estas no son reglas implícitas, ni son deducciones, ni son parte de algún reglamento interno modificable a voluntad. Son nada menos que normas constitucionales expresas, que surgen de un compromiso histórico  difícil y vital para la Argentina, entre federalismo y unidad. Para peor, son limitaciones a un poder, y sabemos que el respeto que funcionarios y jueces otorgan a la Constitución se revela sobre todo en la forma en que aplican las normas que le ponen un freno a su propia autoridad.
     Cualquiera aplica con entusiasmo las normas que lo habilitan a hacer tal o cual cosa; ya son menos los que permanecen atentos a las que les marcan un límite.
Más allá del indudable valor de la obra de Carrió, hay que decir que -implícitamente- la explicación del afamado constitucionalista asume que la conformidad con la Constitución es un tema ajeno a la descripción del derecho vigente. La enumeración de lo que efectivamente hacen los jueces es el derecho vigente.
     No quiero con lo anterior decir que la obra de Carrió haya defendido la principal premisa del realismo jurídico. Lo que ocurre es algo distinto: esa premisa es el punto de partida que no se analiza en filosofía -pues nadie lo defiende-, y tampoco en las disciplinas jurídicas específicas -pues en ellas se lo da por sentado. Enterrado ya oficialmente el realismo jurídico en el cementerio de las teorías absurdas, su fantasma -ya sin siquiera la pretensión de tener alguna sustancia- sigue provocando daños.
     El realismo jurídico sigue siendo dominante, no ya por lo que discute, sino por lo que deja fuera del debate. Veamos en tal sentido otro ejemplo, no ya tomado de un trabajo doctrinario, sino de la ausencia de análisis doctrinario.
Comparemos para ello la actitud de los los juristas argentinos con la de los estadounidenses. En el año 2000 la Corte federal estadounidense revocó la sentencia de la Corte Suprema del estado de Florida que había ordenado el recuento de los votos en ese estado, en una elección presidencial. El fallo mereció, y sigue mereciendo todavía hoy, detenidos análisis de la doctrina norteamericana, no sólo sobre el argumento central que alcanzó unanimidad en la Corte federal, sino también sobre los fundamentos concurrentes dados por algunos de sus jueces. Hay incluso libros dedicados enteramente a este fallo.
     Pasemos ahora a Argentina. En el año 2007 la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires admitió la validez de las dos principales candidaturas a gobernador de esa provincia. Las sentencias se pueden leer en el sitio oficial de esa Corte: ir al servicio de jurisprudencia JUBA y usar como expresión de búsqueda el número del fallo Scioli: (69395) y De Narváez (69391).
     En el segundo de estos fallos, la Corte incluso declaró inválido uno de los artículos de la Constitución de la Provincia. Las sentencias dictadas presentaban aristas interesantísimas para el análisis doctrinario: a cuál concepto de "nacionalidad" se refieren los tratados internacionales (el europeo, que comprende "nacionalidades" dentro de un mismo país -por ejemplo, croatas y serbios en la antigua Yugoeslavia- o el concepto americano, en el que por "nacionalidad" se entiende el lugar de nacimiento). Estaba también el tema de la admisibilidad misma de la revisión judicial en temas electorales. Además, el asunto del eventual conflicto entre un tratado internacional y un requisito que consta tanto en la constitución provincial como en la nacional, y tantas otras cuestiones.  Lo sorprendente no está en los análisis que tuvieron sendos fallos, sino en la falta de debate o comentario por parte de la doctrina argentina. En este como en otros casos, pareció que una vez que la decisión está tomada por quien tenía el poder para hacerlo, el análisis de los fundamentos ya es innecesario.


El realismo jurídico como punto de partida que no se discute
     Creo que será instructivo compartir con el lector algunas de las experiencias que me han llevado a esta convicción sobre el dominio del realismo en la doctrina jurídica argentina.
     Conversaba yo tiempo atrás con un joven profesor de derecho procesal, y le manifesté mi preocupación al ver que la Corte Suprema de la Nación anulaba frecuentemente las resoluciones de tribunales inferiores que concedían recursos extraordinarios. Es decir, sin pronunciarse sobre el fondo, y sin pronunciarse siquiera sobre la admisibilidad formal del recurso federal, la Corte anulaba la resolución simple que lo había concedido, alegando que carecía de fundamentos suficientes, y que su examen de las condiciones de admisibilidad no era lo suficientemente detallado. Es más, en alguna ocasión esto se ha repetido dos veces para el mismo recurso: la Corte ha anulado una primera concesión del recurso extraordinario, devuelto la causa, y luego anulado por segunda vez la nueva concesión del mismo recurso, otra vez por estimar que sus fundamentos eran demasiado genéricos.
     Si bien mi colega era un especialista en recursos, y yo un simple cultor del Derecho Civil, señalé lo que a mi juicio era una verdad de perogrullo: que esta modalidad adoptada por la Corte federal era claramente contraria a la economía y celeridad, y que además no estaba prevista en ley o sistema procesal alguno. En todo sistema que merezca tal nombre, la admisibilidad formal de los recursos es un tema sencillo, que generalmente se resuelve en dos o tres renglones. Y si acaso el tribunal superior estima que el recurso ha sido mal concedido, así lo declara. Pero esto implica -obviamente- que hay un pronunciamiento afirmando que el asunto no era recurrible, o que el recurso no reúne los requisitos formales. En cambio, al declarar la nulidad de la resolución que concede el recuso, la Corte no dice nada sobre el fondo o sobre la admisibilidad, sino sobre los fundamentos de esa resolución simple. Esto, dije, es por lo menos altamente irregular.
     A todo esto, mi colega especialista respondió que todo eso era aceptable, pues la Corte había afirmado en varios precedentes sus propias facultades en tal sentido. Me di cuenta de que partíamos de puntos de vista distintos: yo asumía que si bien las decisiones de la Corte son irrecurribles, esto no quiere decir que sean irrefutables. Mi colega parecía asumír lo contrario: su punto de partida para evaluar las facultades de la Corte eran las propias decisiones de la Corte.
La discusión se remitía entonces a un asunto previo, que es la función de los jueces y de la ley. Entre otras cosas, debíamos aclarar si tenía sentido en la ciencia jurídica decir que una sentencia firme ha aplicado mal el derecho. Ese punto importante previo es el que he querido analizar en este artículo.
     El realismo jurídico tuvo su época de gloria (yo diría de miseria) en los Estados Unidos, en la década del 30 del siglo pasado. En ese país, hoy casi nadie justifica el realismo jurídico como teoría jurídica. Lo mismo se aplica a Argentina, sólo que aquí casi todos lo asumen como punto indiscutible de partida. Casi nadie lo acepta, y casi todos lo dan por sentado.




Aclaración: por mi parte no puedo comentar los fallos Scioli y de Narváez citados en la nota pues integro -en un humilde cargo secundario- el plantel de funcionarios abogados dependientes de la Suprema Corte de Justicia de Buenos Aries

2 comentarios:

  1. ¡Muy bueno! Siempre me pareció que la frase "el derecho es lo que los jueces dicen que es" podría ser repetida con cinismo por un abogado de Al Capone, o por el propio Al Capone, mientras aspira con fruición el humo de su habano.
    ¿Dónde estarían las ciencias exactas, si se repitiera "el cálculo diferencial es lo que los académicos dicen que es"?

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  2. Me alegra que concuerde con las ideas que expongo en el artículo. Hace algunos años publiqué un libro en la Editorial La Ley que se llama "La responsabilidad civil" y que lleva el subtítulo irónico: Volver al Código Civil. En esa obra he tratado de mostrar la multitud de deformaciones que muchos juristas argentinos han introducido en la magnífica obra de Vélez Sársfield. Si le interesa, también puede encontrar alguno de mis artículos en la revista La Ley. En particular, el que se refiere a la independencia de los jueces. Muchas gracias por su mensaje

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