miércoles, 19 de mayo de 2021

El periodismo populista argentino

     Hace unos veinte años atrás el periodismo argentino todavía era parecido al de otros países. Estaban los que escribían o leían noticias y los que hacían editoriales. Las notas de opinión daban (lo dice la palabra) una opinión a favor o en contra de algún proyecto o de algún político.

     Pero hace ya más de dos décadas surgió algo nuevo. En la radio, en la televisión, en los diarios, algunos periodistas empezaron a cargar contra “los políticos” sin admitir distinciones. Incluso empezaron a despreciar el debate de ideas, en el que ellos mismos habían tradicionalmente participado. Empezaron a reclamar que cesaran las discusiones y que todos se pusieran de acuerdo en un plan o idea. Comenzaron a machacar cada mañana la noción de que a “la gente” no le interesa discutir si está bien que un gobierno cierre escuelas o prohiba exportaciones. “La gente está en el medio”, es decir, no tiene parte ni le concierne nada de eso, degradado como un entretenimiento frívolo de políticos que en cambio deberían “sentarse a una mesa a negociar” y llegar a un acuerdo.

     ¿Acordar qué cosa? No interesa qué ni cómo, lo que se reclama es que no haya discrepancias.

     En Gran Bretaña, si un periodista cree necesario criticar una medida del gobierno de Boris Johnson, lo hace y lo fundamenta, pero no agrega dos o tres líneas expresando su desprecio por "los políticos". En España, un periodista puede apoyar una propuesta de la oposición, pero no reclama que Sánchez, Casado, Abascal, y Errejón se sienten a una mesa a negociar un Gran Pacto Nacional. En Argentina, esas mamarrachadas se repiten todas las mañanas en los medios y son vistas como excelentes productos del intelecto. Es que el retraso de Argentina ya no se limita a lo económico.

El rechazo al debate público y el amor a la negociación oculta

     Se debatió hace muy poco si debían suspenderse las clases presenciales en la Ciudad de Buenos Aires y en todo caso, quién era competente para decidirlo. Era una cuestión concreta que afectaba a millones de personas y sobre la que había que considerar los datos y las propuestas. Sin embargo, en muchos programas mañaneros se comentaba el asunto como una disputa “política” (que se entiende sinónimo de irrelevante). Lo que le importa a la gente es saber si mañana tiene que llevar o no a su chico al colegio, nos machacaban. Es decir, a los padres les da lo mismo qué es lo que se decida, “la gente está en el medio”, los políticos tienen que negociar y llegar a un acuerdo ¿Con base en qué datos? ¿Cuál acuerdo? Pues no, con honrosas excepciones, la misión que asumieron muchos periodistas fue propalar que la información no interesa, que no le importa a “la gente” cuál sea la decisión, lo que quieren es que no haya debate. Esto era obviamente falso. La gente, los padres, al menos muchos de ellos, tenían opiniones muy concretas y manejaban más datos que los opinadores mañaneros.

     Buena parte del periodismo se ha acostumbrado a repetir latiguillos. Por eso basta que los instalen uno o dos personajes para que los demás los repitan. Se dijo así que la cuestión de las clases presenciales se había “politizado”, lo que se supone es algo así como degradado. En vez de discutir, Larreta y Alberto debían “sentarse a negociar” y anunciarnos luego lo que ellos habían acordado. Además, cuando se planteó la pregunta acerca de quién tenía competencia constitucional para decidir sobre las clases se instaló el latiguillo “fracasó la política, la cuestión no debió haberse judicializado”. Obvio ¿a quién se le ocurre que una disputa constitucional sea decidida por la Corte Suprema? En resumen, no debe haber controversia porque eso es sinónimo de “politica” y tampoco una decisión judicial porque es un “fracaso de la política”. Tenía que haber una “negociación”, sentados a una mesa (en la imaginación periodística todas las negociaciones son en una mesa) a la que están invitados algunos líderes y que se hace a puertas cerradas. Eso es lo que corresponde a una república. O no?

La fácil indiferencia

     Sin duda, una de las ventajas que explican el auge de la arenga a ciegas, es que es más fácil. No se necesita leer ni aprender nada antes de subirse a un pedestal, culpar a “los políticos” y desdeñar las controversias. Ni siquiera es necesario saber cuáles son las partes en discusión ni qué cosas se debaten. Por eso, muchos periodistas, opinadores, y analistas argentinos han empezado a aplicar el mismo método a la política internacional. Así se vio en un debate del programa Intratables que la crisis de Venezuela se adjudicaba tanto al gobierno de Maduro como a la oposición: “ambas partes tienen la culpa”. Ese desinterés petulante por los datos y las diferencias me pareció tan obsceno que lo comenté en este blog (link).

     En estos días veo en TV sujetos que se presentan como “analistas internacionales” que aplican la misma receta infalible al ataque con cohetes de Hamas y la respuesta de Israel: ambas partes son culpables, etc., etc.

    Uno se pregunta qué dirían estos analistas ante la Segunda Guerra Mundial: tanto los aliados como los nazis son culpables, tendrían que sentarse a negociar, la gente está en el medio, le es indiferente esta disputa, Churchill debe hacer una autocrítica, etc. Y así para cualquier conflicto o problema. No se necesita tener datos ni entender ideas.

La facil (y falsa) objetividad

     Otra ventaja de subirse a un pedestal y culpar a todos y a nadie en particular es que parece coincidir con la objetividad. Sin embargo, allí se confunde el no distorsionar la verdad para favorecer a un bando o a una propuesta sobre otra (eso es ser objetivo) con algo muy distinto: distorsionar la verdad para decir que son iguales. 

     Es lo que hicieron en Intratables los que igualaron a Maduro con la oposición venezolana. Lo hicieron también economistas liberales como Espert y Milei que negaron que hubiera diferencias relevantes entre el gobierno de Mauricio Macri y los kirchneristas que le precedieron. Había mil datos, desde política exterior hasta el cese de la importación de gas, que indicaban lo contrario. Incluso si uno considera irrelevante para el liberalismo que se respeten o no las instituciones, si el liberalismo se reduce a índices económicos, no es menor que en poco tiempo Argentina hubiera avanzado 23 puestos en el índice de competitividad que elabora el Foro Económico Mundial, que mide parámetros que van desde la infraestructura hasta la innovación tecnológica. Lo que analistas y expertos hiciron entonces fue ocultar datos, no mencionarlos, y cuando saltaban a la luz minimizarlos todo lo posible para poder machacar que no había diferencias.

El aporte de Alconada Mon a la confusión

     Un ejemplo más reciente de lo que vengo señalando lo ha dado el conocido periodista Hugo Alconada Mon en su nota en el New York Times (edición en español) del 18/5/2021 link. Allí desdeña los debates entre el gobierno de Alberto Fernández y la oposición como una mera pelea por votos en la que no están interesados los argentinos (curiosa esa arrogancia periodística en declarar qué interesa y qué no al lector). Alconada Mon escribe que para “salir del pantano económico y social que nos hunde desde hace décadas” hay que “superar la polarización”. Desde las alturas de su mirada imparcial, describe al gobierno liderado por Cristina Kirchner y a la oposición con el ex-presidente Macri como cabeza visible, como dos contendientes en el ring de una pelea sin sentido. Macri, que durante su gobierno fue apaleado por ser tibio, ahora es acusado de ser el jefe de los halcones. Pero en verdad, para Alconada Mon carecen de relevancia los debates sobre educación, sobre el comercio exterior, las ocupaciones de tierras, o la renovación de alianzas con dictaduras de todo el mundo. La gente, decreta el periodista, carece de interés en esas disputas políticas.

     Alconada Mon alerta que si “los políticos” no se ponen de acuerdo, habrá un estallido de furia ciudadana como el que en 2001 sirvió para derrocar al presidente de la Rúa (y digamos todo, colocar en su lugar al que había perdido las elecciones, el peronista Eduardo Duhalde).

     En esa advertencia hay dos distorsiones, una actual y otra histórica.

     La actual consiste en ocultar que el gobierno de Alberto Fernández gobierna haciendo caso omiso de la oposición, con DNU, con resoluciones del BCRA y de la Secretaría de Comercio. El único tropiezo que la oposición le ha causado al 4to gobierno Kirchnerista es mantener clases presenciales en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero esto no es suficiente para la unanimidad que demanda Alconada Mon. No basta que el gobierno pase por encima de la oposición: la oposición debe aceptarlo. Así es como funcionan las repúblicas en todo el mundo. O no?

     La distorsión histórica es ignorar que la revuelta de 2001 se asentó en el mismo rechazo a “los políticos” que ahora se vuelve a instalar. En el desprecio, las burlas a las instituciones fogoneado desde diarios, radios, y televisión, y hasta en el llamado a escraches desde esos medios.

     En una nota anterior en el mismo diario, Alconada Mon hace otro aporte -que no es suyo ni original- a la confusión. Bajo el título “Necesitamos un Pacto en Argentina” (22/2/2021) sostiene que nuestro país debe adoptar algo similar a los Pactos de Moncloa que se acordaron en España en 1977. Lo que olvida mencionar es que ya al año siguiente, en 1978 se sancionó la Constitución Española que rige hasta hoy. Los pactos fueron parte de la transición hacia la democracia y esa Constitución. Si los periodistas argentinos que reclaman pactos tuvieran algún interés en observar la política española, advertirían que hoy lo que se discute o se apoya es la Constitución, no los pactos que llevaron a ella. 

     La obsesión que reina en los medios argentinos por un Pacto no se explica por la admiración a la transición española (sobre cuyos detalles históricos no hay el menor interés) sino por la pasión, muy argentina, por la unanimidad. Se supone que los políticos se deben “sentar a una mesa” a negociar y convocar “a los sectores del trabajo y la producción” para acordar una salida para el país. Todo, claro, a puertas cerradas y con asistencia de cúpulas partidarias, sindicales, y empresariales. No en el Congreso y en público. Los que no estén de acuerdo son vendepatria, enemigos de la nación. Porque no es la experiencia española de 1977 la que inspira los llamados a un pacto, sino la italiana de los años 30.

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