Muchos deben recordar los desmanes
ocurridos en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires en el año
2004. Se debatía la reforma del Código de Convivencia, que entre
otras cosas prohibía el ejercicio de la prostitución en la cercanía
de escuelas e iglesias. La medida propuesta despertó la furia de
prostitutas y travestis que, con el apoyo de grupos de izquierda y
vendedores ambulantes atacó con palos y piedras la Legislatura,
incendió parte del edificio y destrozó el automóvil de uno de los
legisladores (Links a notas sobre los sucesos en La Nación, en Clarín)
La televisión mostró una escena
grotesca. Un grupo de fornidos travestis derribó un poste de alumbrado y lo
usó como ariete para romper una de las puertas de acceso a la
Legislatura mientras desde adentro se defendían con chorros de agua.
También hubo cortes de calles en otros puntos de la ciudad. La
policía arrestó a 24 personas, de las que quedaron detenidas 15. De
inmediato hubo pronunciamientos para reclamar su libertad, con
actuación de músicos, Madres de Plaza de Mayo, una autodenominada
Universidad Trashumante, el CELS, y el profesor de Derecho
Constitucional de la Universidad de Buenos Aires Roberto Gargarella.
El diario Página 12 cubrió el panel
de los críticos a la actuación judicial (link). Transcribo de la nota:
“Otro de los panelistas del día, el
profesor Roberto Gargarella, se refirió al rol de la Justicia.
“Tiene muchas posibilidades de respuesta frente al conflicto
social: puede mediar, conciliar, preguntarle al poder político por
el modo en que ha abandonado la protección de ciertos derechos. La
opción penal es la última, pero en la Argentina los jueces han dado
una respuesta patoteril.”
No creo que sea posible encontrar otro
país del mundo en que un profesor de derecho se escandalice por que
se lleve a juicio a quienes prenden fuego a una legislatura. Sin
embargo, el profesor Gargarella pasa habitualmente por un académico
razonable, ajeno a los extremos de -por ejemplo- el profesor Eugenio
Zaffaroni. Creo que es una percepción errónea. Las consecuencias de
las teorías zaffaronianas se hacen más evidentes por su exposición
pública, pero ya estaban claras en sus libros. El profesor
Gargarella no ha tenido esa notoriedad, pero casos como el de la
Legislatura permiten hacer una evaluación más realista de sus
teorías. Con estilos diferentes, uno en el Derecho Penal y el otro
en el Constitucional, ambos académicos critican duramente las leyes
que cada uno se encarga de enseñar. Eso es entendible, aunque quizá
no es del todo sano que los futuros abogados y jueces aprendan a
desdeñar el sistema jurídico que habrán de aplicar.
Pero más allá de eso, lo insólito es
que Zaffaroni añade a esa crítica el deber de los jueces de
“contener” la aplicación efectiva de leyes que él considera
inútiles e injustas. De modo similar, Gargarella complementa su
rechazo del sistema capitalista con una exhortación a los jueces a
defender a quienes lo combaten en las calles. Ambos luchan contra el
sistema desde adentro del sistema, lo que es bastante más cómodo
que cortar calles y quizá más efectivo. En todo caso, una cosa
complementa a la otra.
El caso de la Legislatura muestra ese
desprecio altanero por la ley, no sólo en los manifestantes, sino en
la crítica del académico a la actuación de la justicia. Después
de todo, los detenidos no fueron secuestrados, fueron llevados ante
la jueza competente, tenían sus abogados defensores, y su caso fue
elevado a juicio. Según la reseña del diario fueron imputados de
los delitos de coacción agravada y privación ilegítima de la
libertad -esto último porque, según creo recordar, tuvieron
secuestrado por un corto tiempo a uno de los legisladores. No es el
caso de la lucha de un pueblo como el venezolano por recuperar su
libertad. Fue un ataque salvaje ante una limitación enteramente
razonable al ejercicio de la prostitución y la venta callejera, normales en todo
el mundo. Y lo hicieron cuando el cuerpo democráticamente elegido
estaba discutiendo un proyecto.
Pero no, el profesor Gargarella
sostiene que la jueza competente tuvo una actitud patoteril, injusto
adjetivo que -de ser cierto conforme la versión del diario
Página 12-, desmiente el carácter moderado y racional que se
atribuye al catedrático. Según el diario, argumentó que había
muchas posibilidades ante el “conflicto social” (nuevo nombre del
delito), tales como mediar, o preguntarle al poder político por el
modo en que ha abandonado la protección de ciertos derechos.
La jueza competente no podía
hacer eso.
A pesar de la errónea impresión que
puede quedar tras el paso por la Facultad de Derecho, los jueces no
están habilitados para desobedecer la ley. La jueza interviniente no
podía decir, no me gusta aplicar el Código Penal y acabo de leer un
artículo académico muy interesante que me convence que es mejor
interrogar al poder político. Es elemental que un juez no puede
mediar en una causa por coacción agravada y privación ilegal de la
libertad. El Derecho no es tan absurdo y por eso prevé que un juez
que deja de aplicar deliberadamente la ley comete a su vez un delito
que se llama prevaricato.
La protesta social: el caso
Maldonado, Milagro Sala, los escraches
En un reportaje reciente (link al video en YouTube) Gargarella afirmó que la protesta social ha sido un
instrumento extra-institucional para frenar las políticas de Macri,
quien en su opinión tiene una concepción antigua del crecimiento
económico.
Se sumó al coro de críticos por la
acción del gobierno en el caso Maldonado. En una entrevista
televisiva (link al video en YouTube) Gargarella sostuvo que con independencia
del resultado de la investigación que todavía estaba en curso (!)
el caso Maldonado era comparable al del asesinato de Mariano Ferreyra
por parte de una patota sindical. Afirmó que había responsabilidad
estatal por no haber adiestrado correctamente a la gendarmería, pero
no creyó necesario precisar qué parte de esa supuesta falta de
adiestramiento tenía algo que ver con la muerte de Maldonado. Dijo
que la ministra Bullrich debía asumir responsabilidad por lo
ocurrido (con independencia de qué fuera lo ocurrido).
Uno puede fácilmente creer que es
razonable compartir los conceptos del profesor Gargarella cuando los
formula en forma abstracta y ambivalente, pero cae en la cuenta de su
sentido real cuando comprueba que se refiere al caso Maldonado como
un intento del gobierno de “silenciar grupos críticos”.
Traducido al español: Grupos críticos son personas cortando una
ruta. Silenciarlos significa, impedir que lo hagan.
Sobre el juzgamiento de Milagro Sala,
Gargarella admitió que cometió delitos, pero a la vez criticó su
detención. En su opinión, la Corte rechazó que Sala tuviera fueros
por ser parlamentaria del Parlasur por “un cálculo político”
(nota del 6/12/2017 en su blog).
Algo que sí distingue al profesor
Gargarella del profesor Zaffaroni es que el segundo ha escrito
manuales y tratados generales sobre su especialidad. Gargarella en
cambio ha centrado su interés en un tema bastante exótico, como es
el de la justificación que daría la Constitución para violar la
ley. En su libro El derecho a la Protesta. El primer derecho
Gargarella criticó a su colega
constitucionalista Gregorio Badeni, quien había escrito un artículo
contra los escraches. Creo que no se necesita un posgrado en Derecho
para entender que los escraches son una práctica deleznable. Pues
no, Gargarella escribe que sostener que el derecho a protestar
termina cuando se ataca el de otra persona es un argumento vacío
(ver ps. 65-67).
En su crítica a
Badeni, y de modo no especificado al “discurso jurídico”,
Gargarella los acusa de traicionar los derechos que se supone
deberían defender (¿el derecho a escrachar?) cuando ellos
colisionan con el bien común, el bienestar general, o nociones
afines. Por mi parte creo que Badeni tiene razón y que Gargarella no
comprende que los escraches vulneran sobre todo el derecho del
individuo que es atacado, no simplemente el bienestar general. Son
ataques cobardes que buscan hacer que la vida privada de una persona
y su familia se convierta en un infierno.
La estrategia de
Gargarella en su crítica a Badeni -y en todos sus demás debates- es
afirmar que la persona con la que disiente es simplista y ha dado
argumentos huecos. Gargarella reclama a su oponente elevar el debate,
dar fundamentos más sólidos -lo que implícitamente asume que él
sí lo hace. Escribe Gargarella que cuando Badeni sostiene que las
protestas deben hacerse respetando las reglamentaciones vigentes, usa
un “enunciado vacío” (p. 66). Así, con su constante reclamo por
elevar el nivel, Gargarella consigue dar la impresión de que su
análisis es más profundo, cuando en realidad no eleva nada. Esa
estrategia es universal en la obra de Gargarella.
El argumento sobre
los límites de cada derecho le parece vacío a Gargarella porque
según él los juristas y jueces que lo enuncian deberían además
“...justificar cuál es el derecho que va a perder más, cuánto va
a perder y por qué razones” (Carta Abierta sobre la
Intolerancia, p. 21). No tendría que ser necesario
explicarle a un profesor que esa tarea de fijar los límites de cada
derecho es la función principal de la ley, no del juez ni del
catedrático. Ya en 1789, luego de la revolución francesa, la
Declaración de los Derechos del Hombre decía en su artículo 4
(destaco su última parte):
La
libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio
a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre,
no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros
de la sociedad el disfrute de los mismos derechos. Estos
límites sólo pueden ser determinados por la ley.
Es cierto que no
todo puede determinarse previamente en leyes. Pero es un error
garrafal pensar que los derechos le llegan al jurista, al juez, o al
miembro de una comunidad, como entidades abstractas, recién nacidas
sin relación de unas con otras, y que entonces hay que empezar a
debatir (en los tribunales o en las calles) cuál de esos derechos
ilimitados debe prevalecer en cada caso. El juez de un estado moderno
no juzga con una revista de filosofía política en la mano, sino con
un libro de leyes. En ese error sobre la vida del derecho cae el
profesor Gargarella.
Está bien ampliar
la participación ciudadana, pero no intentar esconder bajo ese
nombre a los piquetes. Además, hacer leyes, y sobre todo un código
civil o uno penal, es una tarea muy ardua. Nunca se trata de elegir A
o B como en los plebiscitos, sino que que hay toda una gama de
alternativas que ponderar. También hay que armonizar partes diversas
para que el todo funcione. A eso se suma que la Argentina no es el
ágora de la antigua Grecia en la que los ciudadanos se juntaban por
horas a discutir asuntos de estado. Hoy hay millones de habitantes
que intentan disfrutar de sus vidas en paz, y no tienen en sus planes
debatir sobre el problema de la prescripción extintiva de la acción
penal en el concurso ideal de delitos al llegar a casa. Cuando se
votan plebiscitos las alternativas deben necesariamente limitarse;
generalmente hay que elegir entre dos. Ningún país ha diseñado
leyes fundamentales de ese modo.
¿Qué es el
derecho a peticionar a las autoridades?
Entre las
posibilidades que el profesor Gargarella analiza para mejorar el
debate público y la participación ciudadana, está la de que los
manifestantes de menos recursos utilicen para montarlas lugares que
se consideren “foros públicos” como aeropuertos, estaciones de
tren, y shopping centers (El derecho a la Protesta p. 83).
Cierto es que Gargarella admite que ese derecho puede ser
reglamentado. Pero es muy difícil que una reglamentación así sea
efectiva, y menos que sea justa. Si se legisla, por ejemplo, que la
protesta en shopping center no debe causarle pérdidas o alejar su
clientela, o que no puede ser obligado a soportar -digamos- más de
una protesta en su interior por mes, o si se dispone que la protesta
en un aeropuerto se puede hacer pero sin impedir el acceso de los
pasajeros, etc., lo que se obtendrá son pleitos fenomenales y una
catarata de piquetes. Que ya hay bastantes.
La teoría del
“foro público”, cuando deja de ser un tema ameno de la academia
A veces mirar la
historia ayuda a entender las instituciones. El derecho de peticionar
a las autoridades previsto en el art. 14 de la Constitución
Argentina y en otras del mundo tiene su origen en un suceso real
ocurrido en Inglaterra en 1688. Siete obispos hicieron una petición
por escrito al rey James II. Empezaban por decir que la suya era una
humilde petición. El rey no sólo la rechazó sino que la consideró
una insolencia y los metió presos. Fueron conducidos a prisión en
una barcaza por el río Támesis. Si mi memoria no me falla, en
alguno de los tomos de la Historia de Inglaterra, Lord
Macaulay cuenta que el pueblo de Londres se congregó a las orillas
del río para saludar a los ancianos obispos como héroes. Esa y
otras arbitrariedades contra las libertades previstas en la Carta
Magna de 1215 provocaron que James II fuera derrocado por Guillermo
de Orange. Se sentó el principio de que el rey no debía castigar a
los habitantes que hicieran peticiones a las autoridades. De allí
pasó a la Constitución Norteamericana, y luego a muchas otras del
mundo.
Nada de eso tiene
que ver con los piquetes, los cortes de rutas, o las ocupaciones de
aeropuertos que el profesor Gargarella intenta asentar en el derecho
a peticionar que admite la Constitución. Esas tácticas no promueven
el diálogo, son extorsiones. Al final del libro de Gargarella Carta
abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta se
reproduce un debate en un Club Socialista. Uno de los asistentes tuvo
el sentido común de señalarle al profesor Gargarella que con esas
acciones no se promueve el diálogo o la participación sino
“imponerse por su mera capacidad de crear un gran problema de orden
público, en la circulación o en la provisión de bienes básicos”.
Dio el ejemplo de un conflicto en el Hospital Garrahan en el que
sectores “hacen uso de una situación específica del control de
ciertos recursos y que entonces procuran logros...es algo que se
plantea en términos de puras relaciones de fuerza”. Gargarella
respodió que algunos sectores merecen más protección que otros,
pero no aclaró quiénes serían los encargados de decidir sobre ese
orden de méritos. La respuesta más reveladora sin embargo la da el
propio Gargarella en otra parte del libro.
Admite el profesor
que muchos le han señalado que los piqueteros tienen frecuente
acceso a la televisión y radio (además de abundante apoyo en
diarios como Página 12, o en las universidades) por lo que no se
justifica que aleguen que necesitan cortar calles para “visibilizar”
su protesta. Ante esto Gargarella retruca que lo esencial no es el
“mero” acceso a los medios, sino asegurar que sus reclamos sean
satisfechos (p. 26 y 31-32). En lenguaje llano esto quiere decir que
el remanido debate y la participación están muy bien como figuras
retóricas, pero lo que importa es conseguir lo reclamado. Al sujeto
que intenta cruzar un piquete se lo persuade con un palo en la
cabeza.
La cuestión
ideológica
Tal como en el caso
del profesor Zaffaroni, las enseñanzas del profesor Gargarella se
asientan en su discrepancia con las bases mismas de la sociedad en la
que ambos viven. Eso no está tan mal. Pero ha querido la mala suerte
de la Argentina que la enseñanza del Código Penal haya estado a
cargo de quien lo mira como un instrumento cruel e inútil. Que la
enseñanza del Código Civil derogado en los últimos días del
gobierno Kirchnerista haya estado por tantos años a cargo de gente
que despreciaba sus principios liberales. Y que la Constitución sea
explicada por quien rechaza buena parte de sus premisas. Encargar la
venta de carne a los vegetarianos suele dar malos resultados.
El profesor
Zaffaroni se ocupó de divulgar en Argentina las ideas de Michael
Foucault, despiadado crítico de las sociedades occidentales y
admirador de la revolución del Ayotallah Khomeini (ver mi nota).
Por su parte, el
profesor Gargarella se declara admirador del marxismo analítico del
filósofo Gerald Cohen (link Gargarella, Roberto: Marxismo analítico, el marxismo claro). Cohen (1941-2009) dictó clases
de filosofía política en Oxford y vale aclarar que su propuesta no
es la socialdemocracia, a la que considera una “evasión”. Cohen
opina que hay que abolir la propiedad privada (ver su artículo,
Libertad, Justicia y Capitalismo, en la antología Por una
vuelta al Socialismo, con Introducción de Queralt y
Gargarella).
A su lado, Grabois
es un moderado.
El marxismo de
Cohen tiene la particularidad de que decide ignorar todos los avances
que hizo la ciencia económica desde Marx hasta nuestros días. En
las obras de Cohen no se va a encontrar nada sobre el revolucionario
cambio de ideas en la teoría del valor que impulsó el economista
Carl Menger y que forma la base de la ciencia económica desde hace
ya casi un siglo. Cohen no se da por enterado de las críticas de
Eugen Bohm-Bawerk a las contradicciones marxistas, nada dice del debate sobre el cálculo económico en un régimen
socialista, en el que participaron los economistas más importantes
del siglo XX. Cohen decide además pasar olímpicamente por alto
hasta los propios aportes de autores marxistas como Lenin, Trotsky, y
otros chabones más o menos conocidos fuera de Oxford.
Se puede entender
que Marx no previera que la teoría económica iba a cambiar
radicalmente luego de su muerte. Pero Cohen discurre como lo haría
un astrónomo que intercambiara papers con dos o tres de sus colegas
acerca de las trayectorias planetarias de Ptolomeo, y descartara por
irrelevante todo lo que cambió desde Copérnico.
Pero si la cerrazón
ante la teoría ya es grave, es peor que Cohen no se haga cargo de
los experimentos marxistas. Tampoco lo hace Gargarella. Se puede
entender (hasta cierto punto) que Marx no se diera cuenta de que la
dictadura del proletariado iba a terminar siempre en la dictadura de
una camarilla. Tuvo la suerte de que todo eso ocurrió luego de su
muerte. Pero Cohen no dice nada de la Unión Soviética, de China, de
Corea del Norte, de Cuba, experimentos con seres humanos que
ocurrieron mientras él daba clase.
No estamos hablando
de la metafísica de la lechuga, sin consecuencias reales.
Desconfiaría yo mucho de un médico al que se le han muerto todos
los pacientes e insiste en aplicar la misma medicina. Pensaría que
es insólito que ni siquiera se molestara en intentar explicar el
fracaso de sus experimentos y despreciara lo aprendido desde Pasteur.
Muy bueno! Interesante y oportuno debido a la situación en la que estamos inmersos. Claro, concreto y con toques de fino humor. Me encantó!
ResponderEliminarGracias por su mensaje. Intento analizar ideas que explican muchas de las cosas que pasan. Y hacerlo con un lenguaje llano. Como dijo alguien: las ideas tienen consecuencias.
ResponderEliminarMuy buen análisis! Hay profundidad debido a un indudable conocimiento de lo que se aborda. Y, además, cumple con lo que pedía Ortega y Gasset: claridad ("la claridad es la cortesía del filósofo"). Agredecidos tus lectores!
ResponderEliminarMuchas gracias. Las confusiones y dobleces conceptuales del Prof. Gargarella son impartidas a miles de alumnos de derecho en las universidades más prestigiosas de Argentina. Me pareció que no es un tema menor. Nuevamente, gracias por tu comentario
ResponderEliminar