lunes, 9 de julio de 2012

Corrupción en Argentina: el árbol y el bosque

A no escandalizarse por lo que voy a decir: ninguno de los grandes problemas argentinos se origina en la corrupción. Ni la constante inflación a la que recurren nuestros gobiernos, ni la decadencia de la educación primaria, secundaria, y universitaria, ni la falta de ahorro, ni los puertos y vías obsoletos, ni el auge de la delincuencia. Ninguno de esos problemas se origina en la corrupción de nuestros gobernantes. Por esa razón, si bien es útil que los diarios y la televisión denuncien los hechos de corrupción, pienso que corremos el riesgo de engañarnos creyendo que la solución a nuestros grandes problemas consiste en destituir a cuatro funcionarios (o a cuatro docenas, da lo mismo). Enjuiciarlos, embargarlos, enviarlos a la cárcel. Y seguir igual que antes, o peor.
La constante denuncia de la corrupción es necesaria, pero ni por asomo es suficiente. Muchos de los grandes desastres argentinos se deben a la acción de gente honradamente inepta. Para dar un ejemplo, piense el lector: ¿la decadencia de la educación se debe a corrupción, o a causas mucho más profundas?
Pero no sólo ocurre que la denuncia sobre la corrupción reemplaza al análisis de las causas de nuestros males, sino que la corrupción misma tampoco se analiza. Hay denuncia, pero falta pensar y debatir por qué ocurre.
 Hace mucho tiempo que los diarios argentinos tienen noticias sobre corrupción. Incluso la televisión ha mostrado actos de corrupción filmados por cámaras ocultas. Por supuesto, esa tarea es importante. Sin embargo, falta el análisis de las razones por las que la corrupción ha pasado a ser parte de la vida cotidiana en Argentina. Con la corrupción pasa algo similar a lo que ocurre con la inflación. Todos los días nos decimos unos a otros que tal precio ha subido, y leemos acerca de los aumentos del mes anterior, o de los nuevos aumentos que vienen. Nos sorprendemos al recordar cuánto costaba medio kilo de pan o un viaje en taxi un año atrás, y nos escandalizamos si recordamos cuánto costaban hace tres años.
Hay periodistas y políticos que han hecho carrera con denuncias de corrupción, y no está mal que lo hagan. Sin embargo, al igual que con la inflación, poco se escucha o se lee acerca de las causas por las que la corrupción persiste y avanza, tanto que por momentos parece la dueña y señora de la Argentina.
La corrupción no explica todos los males. Pero además, la corrupción misma necesita una explicación. Creo que hay dos razones fundamentales que la hacen crecer, y que si no las vemos, si no actuamos sobre ellas, corremos el riesgo de ver el árbol, y no el bosque. O mejor dicho, de ver el árbol y no entender que tiene raíces muy profundas en la sociedad argentina.

Ideologías justificadoras
La corrupción se facilita cuando, como ocurre en Argentina, la ideología dominante tiende a ver todo en términos de procesos colectivos, a explicar cada acto como parte de fuerzas sociales. La iniciativa y la responsabilidad moral de cada persona se diluye en un mar de consideraciones sociológicas, bien o mal aprendidas de cientos de libracos y libritos que nos explican todo en términos de estructuras económicas, movimientos de “masas”, y evolución social. Que por supuesto, siempre es “inevitable”, determinada históricamente por fuerzas “inexorables” que van más allá de cualquier individuo. En esa concepción, preocuparse por los actos de un sujeto determinado revela una estrechez de miras, una obsesión pequeño-burguesa.
Incluso hay una suerte de nihilismo superficial que descree de todo, que explica cada desastre en conspiraciones internacionales irresistibles, y que se encoge de hombros con una sonrisa amarga. Pero esa es también una sonrisa de superioridad, de alguien que se da por vencido de entrada porque “sabe” lo que los ilusos ignoran: que nada tiene solución.
Recuerdo haber visto a un adolescente argentino en un viaje de placer, con excelente ropa, entre las que estaba su remera, negra y con la letra de una canción de un grupo de rock. El título de la canción estaba destacado en su espalda, y decía: Ya no creo en nada. Al verlo no pude evitar preguntarme ¿Ya? ¿Ya a los 15 o 16 años no creés en nada? ¿Y vas así tan contento y piola como si declararas que te gusta el helado de chocolate?
Mil veces he visto gente que se entera de hechos de corrupción, o incluso de pura maldad estúpida, y que reacciona con una sonrisita de resignada superioridad. Como en el tango, su gesto declara que todo es igual, nada es mejor.
Un gran estadista inglés, Lord Macaulay, escribió en alguno de los cinco tomos de su Historia de Inglaterra que un pueblo de cínicos (como el que había en su país durante la restauración de los Estuardo) es presa fácil para los autoritarios. Quizá lo mismo se aplique a la Argentina.
Recuerdo sobre esto las palabras de un testigo que se negaba a ir a un tribunal, no por miedo, sino porque –según él me explicaba- de antemano no creía en la justicia. Y el sujeto (no creo apropiado designarlo con la palabra “hombre”) no lo decía con desesperación, sino con una satisfecha sonrisa de superioridad.
En países europeos o en los Estados Unidos, esa forma de ver las cosas es a veces la pose de algunos artistas e intelectuales, pero repugna a la enorme mayoría de la población. En esos países, una sola de las docenas de tropelías que jalonan la carrera de tantos de nuestros políticos significaría el fin de su carrera. En Argentina, en cambio, la mayoría se encoje de hombros, dice que todos son iguales, sonríe como aquel testigo…y los vuelve a votar.
Roban pero hacen obra, roban pero reparten, roban pero dan puestos. La facilidad con la que tantos argentinos justifican la corrupción gubernamental es parte de su hábito general de justificar actos desvergonzados en la vida corriente. Un sujeto estaciona su auto tapando una bajada para discapacitados…y reacciona airado si alguien se lo hace notar, porque ¿acaso se ve cerca algún discapacitado que necesite usar la bajada en los pocos minutos que a él le lleva hacer un trámite? Además hay otras infracciones peores que no se sancionan ¿Acaso no es peor la acción de un político que roba millones? Todas estas justificaciones son parte del clima de la Argentina. 
           Dado que trabajo en los tribunales, no corresponde que comente casos de corrupción abiertos. Sin embargo, basta con señalar ejemplos de la vida cotidiana. Años atrás leí en un diario de la ciudad de La Plata que un abogado estacionó su automóvil antireglamentariamente, tapando la bajada para discapacitados. Dos agentes de tránsito intentaron imponerle una multa. El abogado comenzó una discusión, y pronto se acercaron otros abogados, que atacaron a los agentes con golpes de puño y patadas. Los agentes debieron huir ¡¡¡Esto ocurrió en la cuadra en la que se encuentra el edificio de la Suprema Corte y los tribunales civiles de la Provincia de Buenos Aires !!! 
           Evidentemente, los abogados atacantes consideraron irrelevante que su colega estuviera cometiendo una infracción. Defendieron a uno de los suyos sin tener en cuenta otra cosa que la afinidad, diría tribal, con el infractor. El incidente es un ejemplo entre tantos otros que muestran la regresión de buena parte de la población argentina hacia un sistema de valores tribal, en el que la que no hay principios morales objetivos, sino solamente la lealtad a un grupo. Y en la lucha contra otros grupos tribales vale todo, porque nada -ningún principio moral- está por encima de la tribu. Esa forma de entender la vida ha quedado plasmada en el dicho del General Perón: al enemigo ni justicia (Link a la entrevista en la que Perón hace esa afirmación).
La facilidad para aceptar la corrupción de los funcionarios es meramente una parte de la facilidad argentina para aceptar la inmoralidad en la vida cotidiana. En otros países, el nihilismo del avant-garde no ha penetrado en la gente corriente, que sigue creyendo que uno es responsable por lo que uno hace. Lo que en Gran Bretaña o Suecia está reservado para algunos profesores y literatos, es en Argentina la filosofía que exponen orgullosos los taxistas.
Recuerdo la clase magistral de un taxista de la ciudad de La Plata. Poco después de subir a su auto, escuché cómo el conductor le gritaba una guarangada a una chica que tomaba un helado en la vereda. Le dije que lo que había hecho estaba muy mal, y le recordé que él era un hombre grande, que la chica podía ser su hija. El conductor respondió con toda la gama de justificaciones común en Argentina.
1) Enfocarse en un detalle irrelevante, diciendo que la chica tenía por lo menos tantos y tantos años, que no podía ser su hija.
2) Elevar su postura moral con una pirueta intelectual bastante corriente: decir que él por lo menos es sincero, y que hay mucha gente que piensa lo mismo que él gritó, pero no lo dice. De esta manera la desfachatez se convierte en una virtud.
3) Llevar todo al terreno de las consecuencias extremas: ¿acaso la chica se iba a morir porque le gritaran en la calle?
4) Recurrir a una de las tantas frases hechas en las que se ha acuñado el relativismo moral: el conductor declaró que “hay muchas formas diferentes de honrar la vida”.
El argentino acostumbrado a usar esas trampas mentales en su propia vida, las aplica con toda naturalidad al momento de pensar en las acciones de los políticos que él lleva al poder año tras año.
Por eso dije que la corrupción gubernamental es sólo parte de la corrupción cotidiana. Y ella no se limita a la coima de unos pocos pesos, o a la de millones de pesos, sino que tiene sus raíces en el desprecio de toda regla, en el gusto (de supuesto vuelo intelectual ver Link a uno de sus tantos sofismas) por igualar lo bueno y lo malo, en el aprendizaje (desde la más temprana infancia) de un rosario de frases hechas para justificar cualquier cosa. En todos lados se cuecen habas,  hecha la ley hecha la trampa, nadie es dueño de la verdad, todo depende del cristal con que se mira, la historia la escriben los que ganan, cada cual tira para su lado.
El corrupto consumado no miente simplemente, sino que además niega que la verdad exista. Todo son opiniones. El chanta consumado no solo falta a los principios morales, sino que además niega que esos principios existan.
Sea tiburón del afano o mojarrita de la chantada, el corrupto necesita de algo que lo justifique ante sus propios ojos. Necesita de algo, alguna ideología o conjunto de mitos que le diga antes de ir a dormir que él no es un proyecto frustrado de ser humano. En la Argentina tenemos ese tipo de “filosofía”, y lo peor es que ella impregna la vida de todas las capas sociales: desde el hombre que repite con sorna frases hechas para el descreimiento, hasta el intelectual que justifica el atropello como parte necesaria del irresistible progreso social.

Hecha la ley hecha la trampa
El otro factor que explica por qué hay tanta corrupción en Argentina es que nuestro sistema legal y político brinda infinidad de oportunidades para que ella ocurra. Casi todo en Argentina depende de la autorización de algún funcionario, en la mirada benevolente de algún superior, en el crédito “blando” aprobado en alguna Subsecretaría, en el subsidio que tanto se da como se quita. Más que de la ley general y estable, todo depende de la decisión discrecional de alguien sobre el que se puede influir, no necesariamente con dinero. Todas esas son oportunidades para la corrupción grande y chica.
Desgraciadamente, casi todos los funcionarios argentinos más encumbrados sufren de lo que los norteamericanos llaman “control-freak”, están obsesionados por el control. Quieren tener un dedo en cada cosa. Su firma tiene que ser indispensable y sin ella nada se puede hacer. A veces lo hacen creyendo de buena fe que necesitan todo ese poder para que las cosas marchen bien. Es rarísima en Argentina la actitud que ilustró el austríaco Ludwig von Mises al responder a la pregunta ¿cuál sería su primera decisión si le dieran el poder absoluto sobre todo el planeta? Von Mises dijo: renunciar. 
          La suya no fue una broma o una traición a sus principios, sino una muestra cabal de su convencimiento de que el poder discrecional es malo, incluso cuando está animado por buenas intenciones ¡Qué distinta es la actitud del funcionario argentino! Recuerdo la ocasión en la que uno de ellos me mostró orgulloso su mano, lastimada de tanto firmar autorizaciones y reglamentos. ¿Poder sobre todo el universo? ¡Qué buena oportunidad! ¡Lástima tener sólo una mano para firmar órdenes!
Es necesario analizar y entender la media verdad (y la media mentira) que hay en el dicho tan conocido “hecha la ley hecha la trampa”. El dicho es falso si pensamos en una ley general como el Código Civil redactado por Vélez Sarsfield. Veamos ¿cuáles son las oportunidades para la corrupción que se abrieron con las reglas sobre la compraventa? ¿Cuáles son las nuevas fuentes de corrupción que se apoyan en las reglas sobre las obligaciones mancomunadas y las solidarias? Si uno se hace esas preguntas, comprobará que esas reglas no dieron ni dan lugar a corrupción porque son verdaderas leyes, normas generales, no persiguen ninguna meta política, no intentan favorecer a ningún grupo, no dan poder discrecional a ningún funcionario.
Distinto ocurre con las leyes ad-hoc, las que “facultan al Directorio del Banco Central a disponer que…”. O las que prohíben importar un producto, y levantan restricciones sobre otro. Aquí el dicho dice una verdad. Es que esas no son genuinas leyes en su contenido, por más que lleven el nombre de tales. Son órdenes, o autorizaciones para dictar órdenes. Ellas abren un campo inmenso para la corrupción. Que insisto, no siempre consiste en la simple coima. A veces consiste en intercambio de favores, apoyo político, designaciones en puestos clave, etc.
La frase no debería ser “hecha la ley, hecha la trampa”, sino “hecha la norma temporaria, hecha la ley ad-hoc, hecha la autorización discrecional, hecha la trampa”.
Los países que se rigen por la ley (la verdadera ley) viven bajo el “imperio de la ley, no de los hombres”. Por supuesto que ningún sistema es perfecto, pero esa no es excusa para abrazar contentos la imperfección (¿o si?). El lema inglés que expresa la idea original es “rule of law, not of men”. He dedicado un blog entero a esta noble idea. Los artículos están en inglés, porque el importante debate sobre “the rule of law” se da principalmente en artículos y libros escritos en ese idioma. Poco hay escrito en español, y poco interés desgraciadamente. De todos modos se pueden encontrar algunas referencias a la noción del imperio de la ley en algunos de los artículos de este blog en español. Las citaré al final de esta nota.
Y aquí es donde los dos factores profundos de la corrupción se entrecruzan: la ideología justificadora, y el poder discrecional. Hace ya más de medio siglo que los profesores de derecho luchan contra la noción del imperio de la ley. Ellos niegan (o las más de las veces silencian a fuerza de no mencionarla), la distinción entre verdaderas leyes y órdenes ad-hoc bajo la forma de ley. Ellos justifican el poder discrecional diciendo que el poder debe ser discrecional. No hay para ellos diferencia relevante entre las reglas de la compraventa, y las que dejan a la discreción de un funcionario el dar privilegios para una empresa y negarlos a otra. Nos dicen que la ley es, y no puede dejar de ser, parcial. Nos aseguran que siempre la ley defiende intereses, y que no vale la pena buscar objetividad. Luego de repetirlo mil veces, el esfuerzo de tantos profesores ha rendido sus frutos, y esto también ha pasado a ser una convicción generalizada en Argentina. Hace poco la expresó la propia Presidente: “Nunca soy neutral, no soy Suiza”. Es raro que nadie haya reparado en que quizá haya alguna relación entre imparcialidad y prosperidad. Suiza es uno de los países más prósperos del mundo.
La Argentina sufre (no quiero creer que disfruta contenta) de una corrupción creciente. La razón es que en Argentina se encuentran presentes con mayor fuerza que en otros lados sus dos causas profundas: su justificación ideológica y el reglamentarismo que le abre oportunidades.
Algunas notas con referencias a la noción del imperio de la ley:

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