martes, 18 de septiembre de 2012

Funcionarios afuera de la ley común

           Responsabilidad de los funcionarios y del Estado en el proyecto de Código Civil de 2012  

Días atrás el diario La Nación publicó un interesante editorial acerca del proyecto de Código Civil (que incluye al Comercial) sobre la responsabilidad de los funcionarios públicos. Su título fue “Impunidad asegurada por ley”.
El diario alerta que el Poder Ejecutivo Nacional ha cambiado el texto original del proyecto, y que ha puesto la responsabilidad de los funcionarios afuera del Código Civil.
En realidad (como en casi todos los temas) lo que el proyecto así reformado hace es dar aval a una diferencia legal entre funcionarios y habitantes comunes que ya hace rato se viene ensanchando en Argentina.
Link al proyecto. Los artículos que comentaré son el 804, 1764, 1765, y 1766.

El asunto viene de lejos
Vamos al origen. En la historia de los países occidentales hay dos sistemas para regir la responsabilidad de los gobiernos y de sus funcionarios. El más antiguo es el inglés clásico: en él tanto el gobierno mismo como los funcionarios están sujetos a las mismas leyes que rigen para los ciudadanos comunes. No sólo eso: no hay jueces especiales, ni para los funcionarios ni para el gobierno. Los juicios contra los funcionarios se llevan cabo ante los mismos juzgados y con los mismos criterios que se usan para todos los demás. Si el gobierno mismo incumple un contrato, se lo juzga con las mismas reglas que se aplican al almacenero que deja de cumplir su contrato.
 Sin negar que este sistema puede tener sus problemas, creo que en lo fundamental es el mejor. Hay otro sistema, que es el francés que surgió tras la revolución de 1789. En él se establecieron jueces especiales y leyes especiales para todo lo que se relacionaba con el gobierno. Se lo conoció con el nombre de “droit administratif”. Los historiadores dicen que esa separación se debió a la desconfianza que las autoridades revolucionarias tenían contra los jueces comunes. Ellos querían designar especialmente a los jueces que algún día podían juzgarlos.
Por mi parte creo que la explicación de la diferencia va más allá, que es más profunda. Los revolucionarios franceses veían al Estado (así escrito con mayúscula) como un ente superior y supra-humano. Era la cristalización de la voluntad general. El Estado era la nación misma, y no podía estar sujeto a las mismas reglas y jueces que sus súbditos.
En Inglaterra en cambio, nunca se perdió la idea de que el gobierno al fin y al cabo es un grupo de hombres. Esa diferente manera de ver las cosas se ve hasta en el lenguaje: los ingleses rara vez hablan del “Estado”; ellos se refieren “al gobierno”, y de esa manera nunca pierden de vista que no están hablando de un ente abstracto que encierre en sí mismo a toda la nación.
Probablemente esa forma correcta de ver las cosas fue ayudada por el hecho de que el gobierno inglés tuvo desde tiempos remotos un hombre como símbolo: el rey. Todos saben, incluso los que lo aman, que el rey no es la nación entera, el rey no somos todos. Y ningún rey inglés tomó jamás suficiente alcohol como para no darse cuenta que sería un disparate afirmar que “el Estado soy yo”.
Que el rey mismo no pueda ser juzgado no es problema, ya que tampoco puede tomar ninguna medida sin sus ministros. Y como los ministros están sujetos a las mismas leyes que los granjeros o los vendedores de diarios, resulta que las leyes comunes rigen también para el gobierno.
Los historiadores británicos Maitland y Montague escriben que uno de los jueces de Ricardo II lo asesoró asegurándole que podía negarse a respetar una ley que ponía un límite a sus poderes. El juez fue ahorcado por traidor, y desde entonces nadie ha insistido en Gran Bretaña con esa clase de teorías que ponen al gobierno y sus funcionarios por encima de la ley que rige para todo el mundo.
La exposición clásica del sistema inglés y de sus diferencias con el francés se encuentra en el famoso libro de Alfred Dicey: The Law of the Constitution (link a la versión gratuita de la obra; desgraciadamente no hay traducción española). Todavía hoy -y con toda razón- hay primeros ministros de Gran Bretaña que citan ese libro.

         En Argentina
Vélez Sársfield adoptó el sistema inglés. Bastó para ello un solo artículo de su Código, el 1112, que dice que los funcionarios están sujetos a las mismas disposiciones sobre su responsabilidad que los demás. No sólo eso, el Código Civil incluye al Estado mismo entre las personas jurídicas, y todo el régimen básico le es aplicable.
Ya dije en un artículo anterior que desde los años 30-40 del siglo pasado, la gran mayoría de nuestros juristas se ha dedicado a desprestigiar y a intentar reemplazar la magnífica obra de Vélez. En ello la vanidad personal ha jugado un papel bastante considerable, pero no el único.
En los años 30, y con mayor fuerza en los 40, nuestros juristas adoptaron las doctrinas colectivistas de moda en Europa. En esa época se imponía la supremacía del derecho público, la intervención de los funcionarios en los contratos, y la ampliación de los poderes discrecionales de los jueces. Ya en ese tiempo, grandes juristas advirtieron sobre las injusticias que así se cometerían: así lo hizo Ripert en Francia, y Hedemann en Alemania.  De modo insólito, en el siglo XXI los juristas argentinos siguen escribiendo nuevos tratados en los que presentan como “novedosas”, aquellas malignas teorías que vienen repitiendo desde hace más de medio siglo.
Una de los tantas malas ideas que entonces decidieron copiar fue la del “droit administratif” francés. Recomendaron y consiguieron que se sancionaran leyes que empezaban a establecer jueces y leyes diferentes para los funcionarios y para el Estado. (Los políticos argentinos rara vez se atreven a pensar por sí mismos algo que viene recomendado por un comité lleno de diplomas).
 ¿Cómo armonizaba esto con las reglas del Código Civil? Bueno, simplemente no haciendo caso al Código Civil. Por eso digo que el Proyecto que ahora se va a aprobar viene a legalizar algo que ya hace décadas se venía imponiendo de hecho.

Un proyecto malo, y el PEN lo hace peor
 No era necesario cambiar el Código Civil para volver a la buena senda. Bastaba con revertir la tendencia a violarlo.
En este tema de la responsabilidad de los funcionarios el proyecto repetía la regla actual, pero agregaba que su responsabilidad era concurrente con la del Estado. Esta declaración genérica no agregaba nada relevante, porque tampoco se aclaraba cuándo hay concurrencia, que es la pregunta fundamental.
El PEN consideró que le proyecto no era suficientemente malo, y optó por adoptar explícitamente el sistema francés: los funcionarios tendrán leyes y jueces propios.
Lo que la encomiable nota del diario La Nación no aclara es que con la reforma también el Estado mismo (el gobierno argentino) queda afuera de las reglas que rigen para todos los habitantes del territorio argentino (arts. 1764 y 1765).
Para ser justos hay que decir que el PEN se encontró con un proyecto que en este tema (la responsabilidad del Estado mismo) creaba un enredo que no podía dejar pasar. Ya dije en otro artículo que el proyecto hace borrosa la frontera entre lo legal y lo ilegal (¡nada menos!). Pues bien, también aquí el texto elaborado por la comisión usaba la técnica del “galimatías y luego vemos…el juez decidirá”.
La versión original del proyecto (art. 1766) establecía que el Estado es responsable (que deba pagar indemnizaciones, etc.) incluso por sus actos lícitos. No contento con eso, decía que esa responsabilidad era objetiva. Que la responsabilidad sea objetiva significa que incluso si el Estado actuó sin malas intenciones y sin negligencia, poniendo todo el cuidado, igual es responsable. Pero...si no importa que el acto sea legal y cuidadoso, ¿cuál es la condición, la razón por la que entonces se condenaría al Estado? El proyecto de la comisión establecía en su artículo 1766 que el Estado era responsable (es decir, que podía ser demandado a pagar indemnizaciones, a detener su acción, etc.) por “actos lícitos que sacrifican intereses de los particulares con desigual reparto de las cargas públicas”.
A poco que se piensa, se avierte que el artículo proyectado era un galimatías. En este tema (como en tantos otros) la comisión no tuvo en cuenta el significado práctico de sus disposiciones. Simplemente se recopilaron las doctrinas en boga entre los académicos de las universidades argentinas y se les dio forma de ley. Ahora bien, cuando se enseñan esas doctrinas solamente resulta confusión entre los alumnos, futuros jueces y abogados, pero eso –con ser grave– no es fatal porque ellos enseguida advertirán que lo único que se les pide es que repitan el galimatías para aprobar la materia. Lo fatal es que se crea que el galimatías también puede ser una ley.
Veamos. Las cargas públicas siempre han estado desigualmente distribuidas. No sólo ahora, cuando millones de personas que jamás se pararon a mirar un campo de soja viven del impuesto a la exportación de soja. También en otras épocas había gente que pagaba altos impuestos y otra que no pagaba nada.
En cuanto a la otra parte del artículo -el sacrificio de intereses particulares por actos lícitos- si eso diera lugar a indemnizaciones los gobiernos y hasta las municipalidades deberían pagar indemnizaciones cada vez que dictan una ley u ordenanza. Por ejemplo, cada vez que deciden desafectar una manzana en la que había una plaza, sacrifican el interés de los niños, de los joggers, y de los novios. Ya señalé en otra nota por qué creo que estos intentos del proyecto de reemplazar el principio de legalidad son imposibles y terminan en una remisión encubierta a lo que les parezca bien a los jueces en cada caso.
Hay que ser justos entonces, con la comisión y con el PEN. El Poder Ejecutivo al menos tiene en claro que la suya no es una actividad académica, y no podía abstraerse de las consecuencias de la propuesta. Tenía que cambiar el proyecto originario. Y sus modificaciones simplemente dan forma legal a una separación entre las reglas que se aplican a los funcionarios y a los particulares, que se viene imponiendo hace décadas por imitación (a veces inconsciente, de segunda, o tercera mano, de un autor que copió a un autor, que copió a un autor…) del modelo francés del “droit administratif”.
En cuanto a la comisión, se limitó a dar forma legal a lo que se enseña en todas las facultades de derecho desde hace varias décadas. Queda al lector decidir si esto es motivo de consuelo o motivo de alarma.
Un detalle final: el PEN también modificó el art. 804. Agregó un párrafo que dice que cuando los funcionarios desobedezcan órdenes judiciales estarán sujetos al derecho administrativo, no a la ley común que rige para todo el mundo. Ese es otro paso gravísimo para poner a los funcionarios más allá de la ley. A primera vista el agregado parece inocente, porque después de todo también la ley administrativa puede hacer responsable al funcionario personalmente (con su propio bolsillo y persona), y no sólo al ente Estado –con lo cual pagamos todos. 
En teoría esta modificación no excluye que por ley administrativa y no civil se adopte el mismo criterio que la ley actual. Sin embargo, tampoco excluye lo contrario.
Semejante asunto se deja en el aire. Se recurre a la solución, tan usada en el proyecto, del “ya veremos después qué hacemos”. Esto es parte de la técnica que empezó a imponerse en los años 30 y 40 y que hoy sigue de moda -nadando en formol- en las universidades argentinas. Las leyes se prefieren vagas, elásticas, y moldeables. Entiéndase, moldeables por los que tengan el poder.


1 comentario:

  1. Excelente nota. De todos modos, hoy, cuando escribo esto, (04/04/2015) el proyecto ya es ley y regirá nuestras vidas en pocos meses. Son los tiempos que corren. Si miramos hacia atrás algunas décadas todo parecería indicar que venimos en una pendiente hacia abajo.
    El tema de la responsabilidad del estado y sus funcionarios es uno de los que más agreden a la Constitución.
    Un aporte con respecto a los antecedentes históricos: Tal vez a la desconfianza de los franceses hacia los jueces tengamos que agregar que el despotismo de la monarquía francesa (que incluye "el estado soy yo" de Luis XIV) dejó huellas imborrables. Tan imborrables que ellos no pudieron superar esa supuesta diferencia entre el estado y sus funcionarios y el ciudadano. No pudieron concebir que la ley fuera la misma para todos, inclusive para quienes gobiernan.

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